jueves, 12 de enero de 2017

Del Espíritu de las Leyes, Montesquieu


Quinta parte 
Libro XXIV
De las leyes con relación a la religión establecida en cada país,
considera en sus prácticas y en sí misma
Capítulo XXI : De la metempsícosis.


   El dogma de la inmortalidad del alma se divide en tres ramas: el de inmortalidad pura, el del simple cambio de morada y el de la metempsícosis; es decir, el sistema cristiano, el sistema de los escitas y el sistema de los indios.  Acabo de hablar de los dos primeros. Del tercero diría que, según haya sido bien o mal dirigido, tuvo en la India buenos o malos efectos. Inspira a los hombres cierto horror al derramamiento de sangre,por ellos hay en la India muy pocos crímenes; aunque casi no se castigue a nadie con la muerte, todo el mundo está tranquilo.
   Por otra parte, las mujeres se queman a la muerte de su marido: sólo los inocentes sufren allí una muerte violenta.

Montesquieu, Del Espíritu de las Leyes, colección clásicos del pensamiento, 5º edición publicada en 2002, editorial Tecnos, pag 310, quinta parte, libro XXIV.
Seleccionado por Lara Esteban González, primero de bachillerato, curso 2016-2017.

Utopía, Tomás Moro


      En efecto, entre sus instituciones mas antiguas cuentan la que a nadie su religión de sirva de perjuicio. Porque ya desde el principio Utopo, al enterarse que los habitantes antes de su llegada había luchado frecuentemente entre sí por motivo de las religiones y al darse cuenta de que el hecho de que cada secta luchaba por la patria, desavenidas respecto de un objetivo común, le había prestado a él la oportunidad de vencerlas a todas, decretó entre las primeras cosas, después que alcanzo la victoria, que a cada que le fuera ilícito seguir la religión que le pluguiera; más que para convertir a los otros también a la suya, pudiera esforzarse sólo hasta el punto de poder exponer la suya con razones, placida y modestamente, no de destruir las demás acerbamente si su persuasión no convence; y que no use ninguna violencia y se abstenga de injurias. Castigan con el exilio o la esclavitud a quien en ese asunto se empeña con algo más de petulancia.

Tomás Moro, Utopía, Inglaterra, colección clasicos de pensamiento,4º edición publicada en 2006, editorial tecnos, página 117.
Seleccionado por Andrea Martín Bonifacio. Primero de bachillerato, curso 2016-2017.

Los tres mosqueteros, Alexandre Dumas

     En efecto, aquella misma noche. D'Artagnan se presentó en el alojamiento de Athos y lo encontró vaciando su botella de vino español, ritual que observaba religiosamente todas las noches.

     Le relató lo sucedido lo ocurrido entre el cardenal y él, y le tendió el despacho.

     -Aquí tenéis, mi querido Athos- le dijo-: a vos os corresponde firmarlo.

     Athos dejó ver su más dulce y encantadora sonrisa.

     -Amigo mío -respondió-, para Athos es demasiado: para el conde de La Fère es demasiado poco. Guardad este despacho: vuestro es. ¡Y, por mi honor, que lo habéis pagado bien caro!

     D'Artagnan salió de la tienda de Athos y entró en la de Porthos.Lo encontró vestido con un magnífico uniforme, cubierto de espléndidos bordados, y contemplándose en un espejo

     -¡Vaya, vaya!-exclamó Porthos-. ¡Si sois vos, mi querido amigo! ¿ Qué os parece cómo me cae este uniforme?
     -De maravilla -respondió D'Artagnan-, pero vengo a ofreceros otro uniforme que os sentaría mejor.
     -¿Cuál?- preguntó Porthos.
     -El de teniente de mosqueteros.

     Y D'Artagnan refirió a Porthos su entrevista con el cardenal. luego, sacó el despacho de su bolsillo.

     -Tomad, querido amigo -le dijo-: escribir vuestro nombre aquí arriba y sed un buen jefe para mí.

     Porthos echó una ojeada al documento y lo devolvió a D'Artagnan, con gran asombro de éste

     -Sí - admitió-, ese empleo me halagaría mucho, pero no tendría tiempo para disfrutar el ascenso. Durante nuestra expedición de Béthune, el marido de mi duquesa falleció; de suerte que, ya que el cofre del difundo me tiende sus brazos, voy a casarme con la viuda. Ved que estaba probándome el traje para la ceremonia. Guardaos ese despacho, querido amigo, guardadlo para vos.

     Y le entregó el papel.

     Nuestro joven entró en la tienda de Aramis y lo encontró arrodillado en su reclinatorio, con la frente apoyada sobre su breviario abierto. Le relató su entrevista con el cardenal y sacó por tercera vez su despacho del bolsillo.

     -Vos, que sois nuestro amigo, nuestra luz y nuestro invisible protector -le dijo-, aceptad este despacho; lo habéis merecido más que nadie, por vuestra prudencia y vuestros consejos, que siempre han dado tan buenos resultados.
     -¡Ay, querido amigo! -respondió Aramis-. Nuestras últimas aventuras me han hecho aborrecer del todo la vida del hombre de espada. Esta vez, mi decisión es irrevocable: en cuanto concluya el asedio, ingresaré en los lazaristas. Guardaos este despacho, D'Artagnan, porque la profesión militar os conviene; yo sé que seréis pronto un bravo y esforzado capitán.

     D'Artagnan, con los ojos humedecidos de agradecimiento y brillantes de alegría, volvió a la tienda de Athos, a quien halló sentado ante la misma mesa y admirando el color de su último vino malagueño a la luz de la lámpara.

     -Escuchad- le dijo-: ellos también lo han rechazado.
     -Porque nadie, querido amigo, era más digno del ascenso que vos.

     Tomó una pluma, escribió sobre el despacho el nombre de D'Artagnan y se lo dio.

     -Ya no tendré amigos -manifestó el joven-: sólo me quedarán, por desgracia, amargos recuerdos...

     Y dejó caer la cabeza entre sus manos, mientras dos lágrimas rodaban por sus mejillas.

     -¡Sois muy joven -replicó Athos- y vuestros recuerdos amargos tendrán tiempo para tornarse en dulces añoranzas!






     Alexandre Dumas, Los tres mosqueteros, León, Edt. Everest, Clásicos de bolsillo Everest, 2006. 388 páginas. Seleccionado por Rodrigo Perdigón Sánchez. Primero de bachillerato. Curso 2016-2017.

Bucólica octava, Virgilio

     Empieza conmigo, flauta mía, los versos menalios. ¡Oh tú, unida a un esposo merecido, que desprecias a todos y que aborreces mi flauta y mis cabrillas y mi hirsuto sobrecejo y mi lengua barba y no crees que dios alguno se cuide de las acciones de los hombres!
     Empieza conmigo, flauta mía, los versos menalios. En nuestros setos te vi yo, de pequeña, coger con tu madre (era yo vuestro guía) manzanas mojadas de rocío; había entonces entrado ya en los doce años, ya desde el suelo podía alcanzar las frágiles ramas; así que te vi, ¡cómo me perdí, cómo me arrebató fatal engaño!
     Empieza, flauta mía, los versos menalios. Ahora sé lo que es Amor; en duras rocas dan a ser a aquel niño el Tmaro, o el Ródope, o los garamantes del extremo del mundo; no es de nuestra raza ni de la sangre nuestra.
     Empieza conmigo, flauta mía , los versos menalios. El cruel amor fue quién enseñó a una madre a manchar sus manos con la sanfre de sus hijos; tú, madre, también fuiste cruel; ¿fue la madre más cruel o más malvado el niño aquél? malvado fue aquel niño; tú, madre, cruel también.


Virgilio, Bucólicas y Geórgicas. Barcelona ed. Gredos, S.A, col Biblioteca Básica Gredos, pag 39.
Seleccionado por David Francisco Blanco. Primero de bachillerato. Curso 2016-2017.

Discursos I, Cicerón

      Recuerda Cicerón las dificultades con que se encontraron los sicilianos para acudir a los tribunales de Roma. Indica a continuación que Verres ya meditaba desde la Ciudad cómo esquilmaría a los habitantes de la isla: es el comienzo del episodio de Dión. Le sigue inmediatamente el Sosipo y Filócrates, que también gira en torno a una cuestión testamentaria.
      La ficticia excusa de la defensa de Verres de que él no recibía directamente el dinero de estos manejos da pie a nuestro acusador para hablar de la cohorte del pretor, a la que acusa de ser un mero séquito y sus miembros un instrumento de sus desmanes. Esta parte del discurso podría construir un manual de mal gobernador. De aquí pasa a examinar cómo Verres, respetando el derecho siciliano (la lex Rupilia y la lex Hieronica) en su aspecto material, lo conculca continuamente en el procesal. Son ejemplos de ello los asuntos de Heraclio y Epícrates, que, en contra de la advertencia de Cicerón en el sentido de que no acumulará datos, sino que escogerá uno por cada tipo de delitos, tratan de herencias, cosa que ya hemos visto anteriormente, y además tienen en común la cadena de un ausente. Hasta tal punto esto es así, que entre el episodio de Heraclio y el de Epícrates decide intercalar, para no cansar al lector, la digresión sobre las "Verrinas" o fiestas en honor de Verres.




Cicerón, Discursos I. Barcelona, Edt. Gredos. Biblioteca básica gredos, 2000. pag 33.
Seleccionado por Gustavo Velasco Yavita. Primero de bachillerato. Curso 2016-2017

El Príncipe, Nicolás Maquiavelo


XV. De aquellas cosas por las que los hombres y sobre todo los príncipes son alabados o censurados.

           Nos queda ahora por ver cuál debe ser el comportamiento y el gobierno de un príncipe con respecto a súbditos y amigos. Y por qué sé que muchos han escrito de esto, temo -al escribir ahora yo- ser considerado presuntuoso, tanto más cuanto que me aparto -sobre todo en el tratamiento del tema que ahora nos ocupa- de los métodos seguidos por los demás. Pero, siendo mi propósito escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido más conveniente ir directamente a la verdad real de la cosa que a la representación imaginaria de la misma. Muchos se han imaginado repúblicas y principados que nadie ha visto jamás ni se ha sabido que existieran realmente; porque hay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debería vivir, que quien deja a un lado lo que se hace por lo que se debería hacer aprende antes se ruina que su preservación: porque un hombre que quiera hacer en todos los puntos profesión de bueno labrará necesariamente su ruina entre tantos que no lo son. Por todo ello es necesario a un príncipe, si se quiere mantener, que aprenda a poder ser no bueno y a usar o no usar de esta capacidad en función de la necesidad.
Dejando, pues, a un lado las cosas imaginadas a propósito de un príncipe, y discurriendo acerca de las que son verdaderas, sostengo que todos los hombres cuando se habla de ellos -y especialmente los príncipes, por estar puestos en un lugar más elevado- son designados con alguno de los rasgos siguientes que les acarrean o censura o alabanza. uno es tenido por liberal, otro por tacaño (me sirvo en este caso de una palabra toscana, porque en nuestra lengua avaro es aquel que rapiña desea acumular, mientras llamamos tacaño a aquel que se abstiene en demasía de usar lo que tiene); uno es considerado leal, otro fiel; uno afeminado y pusilánime, otro fiero y valeroso; el uno humano, el otro soberbio, el uno lascivo, el otro casto; el uno íntegro, el otro astuto; el uno rígido, el otro flexible; el uno ponderado, el otro frívolo; el uno devoto, el otro incrédulo, y así sucesivamente. Yo sé que todo el mundo reconocerá que sería algo digno de los mayores elogios el que un príncipe estuviera en posesión, de entre los rasgos enumerados, de aquellos que son tenidos por buenos. Pero, puesto que no se pueden tener ni observar enteramente, ya que las condiciones humanas no lo permiten, le es necesario ser tan prudente que sepa evitar el ser tachado de aquellos vicios que le arrebatarían el Estado y mantenerse a salvo de los que no se lo quitarían, si le es posible; pero si no lo es, puede incurrir en ellos con menos miramientos. Y todavía más: más que no se preocupe de caer en la fama de aquellos vicios sin los cuales difícilmente podrá salvar su Estado, porque, si se considera todo como es debido, se encontrará alguna cosa que parecerá virtud, pero si se la sigue traería consigo su ruina, y alguna otra que parecerá vicio y si se la sigue garantiza la seguridad y el bienestar suyo.




      Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, Madrid, Alianza Editorial, páginas 95-96.
      Seleccionado por Andrea Sánchez Clemente. Primero de Bachillerato. Curso 2016/2017

A sangre fría, Truman Capote

Los últimos que los vieron vivos


El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llamaban <>. A más de cien kilómetros al este de la frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro como el del desierto, tiene una atmósfera que se parece al más Lejano Oeste que al Medio Oeste. El acento local tiene un aroma de praderas, un dejo nasal de peón, y los hombres, muchos de ellos, llevan pantalones ajustados, sombreros de ala ancha y botas de tacones altos y punta afilada. La tierra es llana y las vistas enormemente grandes; caballos, rebaños de ganado, racimos de blancos silos que se alzan con tanta gracia como templos griegos son visibles mucho antes de que el viajero llegue hasta ellos.
     Holcomb también es visible desde lejos.No es que haya mucho que ver allí..., es simplemente un conjunto de edificios sin objeto, divididos en el centro por las vias del ferrocarril de Santa Fe, una aldea azosa limitada al sur por un trozo del río Arkansas, al norte por la carretera número 50 y al este y al oeste por praderas y campos de trigo. Después de las lluvias, o cuando se derrite la nieve, las calles sin nombre, sin árboles, sin pavimento, pasan del exceso de polvo al exceso de lodo. En un extremo del pueblo se levanta una antigua estructura de estuco en cuyo techo hay un cartel luminoso ----BAILE----, pero ya nadie baila y ya hace varios años que el cartel no se enciende. 
Cerca hay otro edificio con un cartel irrelevante, dorado, colocado sobre una ventana sucia: BANCO DE HOLCOMB. El banco quebró en 1933 ny sus antiguas oficinas han sido transformadas en apartamentos. En una de las dos < casas de apartamentos>; del pueblo; la segunda es una mansión decadente, conocida como el colegio; porque buena parte de profesores del liceo local viven allí. Pero la mayor parte de las casas de Holcomb son de una sola planta, con una galería en el frente.
     Cerca de la estación de ferrocarril, una mujer delgada que lleva una chaqueta de cuero, pantalones vaqueros y botas, preside una destartalada sucursal de correos. La estación misma, pintada de amarillo desconchado, es igualmente melancólica: El jefe, El Super Jefe y El capitán pasan por allí todos los días, pero estos famosos expresos nunca se detienen. Ningún tren de pasajeros lo hace..., sólo algún tren de mercancías. Arriba, en la carretera, hay dos gasolineras, una de las cuales es, además, una poco surtida tienda de comestibles, mientras la otra funciona también como café..., el Café Hartman donde la señora Hartman, la propietaria, sirve bocadillos, café, bebidas sin alcohol y cerveza de baja graduación (Holcomb, como el resto de Texas, es seco ).



       Truman Capote, A sangre fría, Madrid, Anagrama S.A, Millenium, 1999, páginas 13-14.
       Seleccionado por Rebeca Serradilla Martín. Primero de Bachillerato, Curso 2016/2017.

El banquete, Platón

       - Eres un insolente, Sócrates -replicó Agatón-. Mas esta cuestión acerca de nuestra sabiduría la resolveremos tú y yo un poco más tarde, tomando como juez a Dioniso. Ahora atiende primero a la comida.
       Después de esto -prosiguió su relato Aristodemo-, una vez que se acomodó Sócrates y acabaron de comer él y los demás, hicieron libaciones, y tras haber cantado en honor del dios y haber cumplido los demás ritos acostumbrados, se dedicaron a beber. Entonces Pausanias -dijo Aristodemo- comenzó a hablar más o menos así:
       - Bien, señores, ¿de qué manera beberemos más a gusto? Yo, por mi parte, os digo que en realidad me encuentro muy mal por lo que bebí ayer y necesito un respiro (y creo que lo mismo os ocurre a la mayoría de vosotros, pues estabais también en la celebración). Mirad, por tanto, de qué manera podríamos beber lo más a gusto posible.
       Entonces habló Aristófanes:
       - Realmente tienes razón, Pausanias, cuando propones preparar, por todos los medios, una manera agradable de beber, ya que yo también soy de los que ayer se empaparon.
       Al oírles -prosiguió Aristodemo- intervino Erixímaco, el hijo de Acúmeno:
       - Sin duda decís bien, pero aún necesito oír de uno de vosotros con cuántas fuerzas se encuentra para beber Agatón.
       - Con ningunas -respondió-; tampoco yo me encuentro con fuerzas.


       Platón, El banquete. Madrid, Alianza. Clásicos de Grecia y Roma, octava edición, 2006. Páginas 52-54.
       Seleccionado por Andrea Alejo Sánchez. Primero de bachillerato, curso 2016-2017.

Dafnis y CLoe, Longo

Libro Cuarto


    Vino desde Mitilene un siervo, compañero de Lamón, a avisar de que poco antes de la vendimia llegaria el amo para enterarse de si la incursión de la flota de Metimna había producido algún daño en sus fincas. Como el verani ya se iba y el otoño se acercaba, Lamón hacia preparativos para que en  su estancia se complaciera en todo lo que viese. Limpió las fuentes, para que tuviera un lindo aspecto.

     Y era el parque de todo punto hermoso y a la manera de los jardines de los reyes. Se extendía hasta el largo de un estadio y estaba situado en un paraje alto, con cuatro pletros de ancho. Se hubiera podido describirlo como una amplia llanada. Tenía toda surte de arboles: manzanos, mirtos, perales y granados, higueras y olivos; en otro lugar un alta vid, que con sus oscuros tonos se apoyaba en los manzanos y perales, como si en frutos con ellos compitiera. Y esto solo en arboleda culivada. Tambien había cipreses y laureles y platanos y pinos. Sobre todos ésos se extendía hiedra en vez de vid, y sus racimos, por el tamaño y  su color ennergrecido, emulaban a los racimos de la vid.



Longo, Dafnis y Cleo. Barcelona, ed. Gredos, S.A., col. Biblioteca Básica Gredos, pág. 321.
Seleccionado por Javier Arjona Piñol. Primero de bachillerato. Curso 2016-2017.

Utopía, Tomás Moro


      Cuando yo estaba allí, daba la impresión de que el rey confiaba muchísimo  en sus consejos y que la república se apoyaba mucho en ellos. Nasa extraño en un hombre que, arrojaba casi desde su primera juventud de la escuela a la corte, vedado durante toda su vida en los más altos asuntos, zarandeando por los cambiantes golpes de la fortuna, había aprendido entre muchos y grandes peligros el arte e la prudencia, la cual, cuando se adquiere así, no se pierde fácilmente.
      Estando yo un día a su mesa se hallaba casualmente presente un cierto laico, perito en vuestras leyes; éste aprovechando no sé qué ocasión, comenzó a celebrar a remo y vela la rigurosa justicia que entonces se aplicaba allí a los ladrones, de los que en algunos sitios - contaba - se había colgado a veces veinte en una sola cruz; lo que mas le sorprendía era por qué mala fatalidad, siendo tan pocos los que escapaban a este suplicio , fuera no obstante tantísimos los que andaban por doquier latrocinando. Entonces yo, atreviéndome a hablar libremente en presencia del cardenal, le dije:
       - No te extrañes en absoluto. Este castigo, en efecto, de los ladrones excede lo justo y no tiene utilidad pública. Es demasiado cruel para castigar los robos e insuficiente, sin embargo, para frenarlos. Pues ni el simple robo es un delito tan grande que deba sancionarse con la pena capital ni hay tampoco pena tan grande que pueda disuadir de la rapacería a quienes no poseen otro medio para conseguir su sustento.



Tomás Moro, Utopía, Inglaterra, colección clasicos de pensamiento,4º edición publicada en 2006, editorial tecnos, página 14/15.
Seleccionado por Andrea Martín Bonifacio. Primero de bachillerato, curso 2016-2017.