viernes, 24 de noviembre de 2017

El escarabajo de oro, Edgar Allan Poe






    Había algo en el tono de la carta que me llenó de inquietud. Su estilo difería por completo del de Legrand. ¿En qué estaría soñando? ¿Qué nueva excentridad se había posesionado de su excitable cerebro? ¿Qué asunto "de la más alta importancia" podía tener entre manos? Las noticias que de el me daba Júpiter no aguardaban nada nuevo. Temí que el continuo peso del infortunio hubiera terminado por desequilibrar del todo la razón de mi amigo. Por eso, sin un segundo de vacilación, me praparé para acompañar al negro.

    Llegamos al muelle vi que en el fondo del bote donde embarcaríamos había una guadaña y tres palas, todas ellas nuevas.

     -¿Qué significa esto, Jup?- pregunté.
     -Eso, massa, es una guadaña y tres palas.
     -Evidentemente. Pero, ¿qué hacen aquí?
     -Son la guadaña y las palabras que massa Will me hizo comprar en la ciudad, y maldito si no ham costado una cantidad de dinero.
      -Pero, dime, en nombre de todos los misterios: ¿qué es lo que va hacer tu massa Will con guadañas y palas?
      -No me pregunte lo que no sé, massa, pero que el diablo me lleve si massa Will sabe más que yo. Todo esto es por culpa del bicho.
    
    Comprendiendo que no lograría ninguna explicación de Júpiter, cuyo pensamiento parecía absorbido por "el bicho", salté al bote e icé la vela. Aprovechando una brisa favorable, pronto llegamos a la pequeña caleta situada al norte del Fuerte Moultrie, y una caminata de dos millas nos dejó en la cabaña. Serían las tres de la tarde cuando llegamos. Legrand nos había estado esperando con ansiosa expectativa. Estrechó mi mano  con un  empressement nervioso que me alarmo y me hizo temer todavía más lo que venía sospechando. Mi amigo estaba pálido, hasta parecer un espectro, y sus profundos ojos brillaban con un resplandor anormal. Después de indagar acerca de su salud, y sin saber qué decir, le pregunté si el teniente G... le había devuelto el escarabajo.


      -¡Oh, sí!-me respondió, ruborizandose violentamente-. Lo recuperé a la mañana siguiente. Nada podría separarme de ese escarabajo.¿Sabe usted que Júpiter tenía razón acerca de él?
   

Edgar Allan Poe, "El escarabajo de oro". Editorial; Vicens Vives, colección Vicens Vives. Edición, 1988. 99 páginas.

Seleccionado por; Grisel Sánchez Barroso, primero de bachillerato, curso 2017-2018

Otra vuelta de tuerca, Henry James



     Hasta el día siguiente no hablé con la señora Grose; el rigor con que mantenía a mis alumnos al alcance de mi vista solía dificultarme conversar con ella en privado, y mucho más conforme apreciamos la convivencia de no despertar -ni en los servicios ni en los niños- la menor sospecha de alarma de nuestra parte ni de conversaciones misteriosas. En este sentido, su placidez me daba gran seguridad. Nada en la frescura de su cara podía traspasar a los demás mis horribles confidencias. Ella me creía, de eso estaba absolutamente convencida; de no ser así, no sé qué habría ocurrido, pues no habría sabido desenvolverme sola. Pero ella constituía un magnífico monumento a la santa falta de imaginación, y sin en nuestros pupilos sólo veía su belleza y amabilidad, su felicidad e inteligencia, tampoco tenía comunicación directa con los motivos de mi angustia. De haber padecido ellos un daño visible o de haber sido maltratados, sin duda se hubiera crecido como un halcón, hasta ponerse a su altura; sin embargo, tal como estaban las cosas, cuando vigilaba a los niños con sus grandes brazos blancos cruzados con la habitual serenidad de su mirada, la sentía dar gracias a la bondad de Dios porque, aunque en ruinas, sus piezas aún sirvieran, en su mente, los vuelos de la imaginación daban lugar a un frío calo sin llama, y yo estaba empezando a percibir cómo, al crecer el convencimiento de que -conforme pasaba el tiempo sin incidentes manifiestos- nuestros jóvenes podrían cuidarse solos, después de todo, ella podía dedicar la mayor parte de su atención al triste caso de la institutriz. Para mí, esto simplificaba las cosas: podía comprometerme a que mi rostro no delatara lo que ocurría al exterior, pero en aquellas condiciones hubiera sido una enorme tensión adicional estar pendiente de que ella tampoco las contara.
     En la ocasión a que me refiero, la señora Grose me acompañaba, a petición mía, en la terraza donde, con el cambio de estación, ahora era agradable el sol de la tarde; y estábamos sentadas allí mientras, delante de nosotras, a cierta distancia, pero al alcance de la voz, los niños corrían de un lado a otro con el humor de lo más dócil. se movían lentamente y al unísono bajo nuestra mirada; el niño leía un libro de cuentos y pasaba el brazo alrededor de la hermana para mantenerla atenta. La señora Grose los observaba evidentemente complacida; luego sorprendí el sofocado gruñido con que conscientemente se volvió hacia mí para que le enseñara la otra cara de la moneda.




Henry james, (Otra vuelta de tuerca), Penguin, clásicos, 1898, páginas 103-104.

Seleccionado por: Jorge Egüez Yabita, primero de bachillerato, curso 2017-2018



   

Drácula, Bram Stoker


     Durante varios segundos, nadie dijo una sola palabra. Fue Quincey Morris quien finalmente rompió el turbador  silencio.

-Profesor, tengo confianza en usted, como ya dije. Su palabra me basta. Por tanto, en otra ocasión mas corriente, no le formularía ninguna pregunta, ni quisiera parecer que dudo de sus palabras o sus actos; pero ahora nos hallamos en presencia, de un misterio tan espantoso que creo que se me permitirá la pregunta.
¿Es usted quien ha hecho esto?

-Le juro por lo más sagrado que yo no he sacado a Lucy de aquí, que nada tengo que ver con ello. He aquí lo ocurrido: anteayer vinimos aquí mi amigo John Seward y yo, con un buen propósito, pueden creerlo. Abrí el ataúd, que estaba sellado, y vimos que estaba vacío, lo mismo que  ahora. Decidimos aguardar y, en efecto, no tardamos en divisar una figura blanca que se movía entre los árboles. Al día siguiente, ayer, volvimos en pleno día, y Lucy estaba tendida aquí, dentro de su ataúd. ¿No es cierto, John?

-Sí.

-La primera noche llegamos a tiempo. Había desaparecido otro niño. Afortunadamente, lo hallamos entre las tumbas, y observamos que no tenía ninguna incisión.Ayer, como he dicho, vinimos de día, pero yo regresé aquí antes del anochecer, ya que solamente cuando se pone el sol pueden los no-muertos abandonar sus sepulcros.Aguardé la noche entera, hasta el amanecer, pero no vi nada, debido probablemente a que yo habíacolgado del portón unas ristras de ajo, cuyo olor los no-muertos no pueden soportar.


Bram Stoker, ''Drácula''. Editorial; Penguin clásicos, colección 'penguin clásicos'. Edición; Julio 2015 (Barcelona). 535 páginas.

Seleccionado por; Grisel Sánchez Barroso, primero de bachillerato, curso 2017-2018