miércoles, 16 de noviembre de 2016

Germinal, Émile Zola

     En la llanura lisa, bajo la noche sin estrellas, de una oscuridad y un espesor de tinta, un hombre avanzaba solo por la carretera de Marchiennes a Montsou, diez kilómetros de empedrado que cortaba todo recto a través de los campos de remolacha, Delante de él no veía ni si quiera el suelo negro ni tenía la sensación del inmenso horizonte llano más que por el soplo del viento de marzo, ráfagas amplias como las que se producen sobre el mar, heladas por haber barrido leguas de marismas y de tierras desnudas. Ninguna sombra del árbol manchaba el cielo, el empedrado se extendía con la rectitud de una escollera, en medio de la bruma cegadora de las tinieblas.
    El hombre había salido de Marchiennes hacia las dos. Caminaba con paso largo, tiritando bajo el delgado algodón de su chaqueta y de su pantalón de veludillo. Anudado en un pañuelo de cuadros, un paquete pequeño le molestaba, y lo apretaba contra sus costados, ahora con un codo, luego con el otro, para meter hasta el fondo de sus bolsillos las dos manos a la vez, manos entumecidas que los latigazos del viento del Este hacían sangrar. Una solo idea llenaba su cabeza vacía de obrero sin trabajo y sin techo, la esperanza de que el frío sería menos vivo tras el alba. Hacía una hora que caminaba así cuando a la izquierda, a dos kilómetros de Montsou, divisó unas fogatas rojas, tres braseros ardiendo en pleno aire, y como colgados. Al principio vaciló, asaltado por el miedo; luego no pudo resistir a la necesidad dolorosa de calentarse un momento las manos.



Émile Zola, Germinal. Madrid, Editorial Alianza, 2ª ed., págs. 7-8.
Seleccionado por Ana María Frías Miguel, Primero de bachillerato, Curso 2016-2017.