viernes, 8 de enero de 2016

Final de partida, Samuel Becket

 (...)Dios sabe por qué razones sobrevivió, por así decir, a la invasión, en aquella cama había sufrido el ladrón de automóviles indecibles dolores, tal vez por eso haya quedado en ella un aura de padecimiento que hizo alejarse a la gente. Son disposiciones del destino, misterios de los arcanos, y esta casualidad no ha sido la primera, lejos de eso, basta reparar que a esta sala llegaron todos los pacientes de la vista que se encontraban en el consultorio cuando apareció el primer ciego, entonces todavía se pensaba que la cosa no iba a más. Bajito, como de costumbre, para no descubrir el secreto de su presencia, la mujer del médico susurró al oído del marido, Quizá haya sido también enfermo tuyo, es un hombre ya de edad, calvo, de pelo blanco, y lleva una venda negra en uno de los ojos, recuerdo que me hablaste de él, En qué ojo, En el izquierdo, Tiene que ser él. El médico avanzó por el corredor y dijo, levantando un poco la voz, Me gustaría poder tocar a la persona que acaba de unirse a nosotros, le ruego que venga andando en esta dirección, yo iré a su encuentro. Coincidieron en medio del camino, los dedos con los dedos, como dos hormigas que se reconocieran por el manejo de las antenas, no será así en este caso, el médico pidió permiso, tanteó con las manos la cara del viejo, encontró rápidamente la venda, No hay duda, era el último que nos faltaba aquí. El paciente de la venda negra, exclamó, Qué quiere decir, quién es usted, preguntó el viejo, Soy, era su oftalmólogo, se acuerda, estuvimos hablando de la fecha de su operación de cataratas, Y cómo me ha reconocido, Sobre todo por la voz, la voz es la vista de quien no ve, Sí, la voz, también yo reconozco la suya, quién nos lo iba a decir, doctor, ahora ya no necesito que me opere, Si hay remedio para esto, los dos lo necesitamos, Recuerdo que usted, doctor, me dijo que después de operado no iba a reconocer el mundo en que vivimos, ahora sabemos cuánta razón tenía, Cuándo se quedó ciego, Ayer por la noche, Y lo han traído ya, Hay tanto miedo ahí fuera que pronto van a matar a las personas cuando descubran que se han quedado ciegas, Aquí ya liquidaron a diez, dijo una voz de hombre, Los encontré, dijo el viejo de la venda negra simplemente, Eran de otra sala, a los nuestros los enterramos inmediatamente, añadió la misma voz como si acabase un informe. La chica de las gafas oscuras se había ido acercando, Se acuerda de mí, llevaba puestas unas gafas oscuras, Me acuerdo muy bien, a pesar de la catarata recuerdo que era muy bonita, la chica sonrió, Gracias, dijo, y volvió a su sitio. Desde allí añadió,(...)


Becket, Samuel, Final de partida
http://web.seducoahuila.gob.mx/biblioweb/upload/Saramago,%20Jose%20-%20Ensayo%20sobre%20la%20ceguera.pdf
texto seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerato, curso 2015-2016





El proceso, Franz Kafka

Una mañana de invierno ––fuera caía la nieve y la luz era mortecina––, K estaba sentado en su despacho, exhausto a pesar de encontrarse in las primeras horas de la mañana. Para protegerse de los funcionarios inferiores, había encargado a su ordenanza que no dejase pasar a nadie; puso como excusa que estaba muy ocupado. Pero en vez de trabajar, giraba en su sillón, desplazaba lentamente distintos objetos sobre el escritorio y, sin ser muy consciente de lo que hacía, terminó por extender el brazo sobre la mesa y permanecer inmóvil con la cabeza inclinada. El proceso ya no abandonaba sus pensamientos. Con frecuencia había considerado la posibilidad de redactar un escrito de defensa y Presentarlo al tribunal. En él incluiría una corta descripción de su vida y aclararía, respecto a cada acontecimiento importante, por qué motivos había actuado así, si esa forma de actuar, según su juicio actual, era reprochable o no, y las justificaciones que se podían aducir en uno u otro caso. Las ventajas de un escrito de defensa con un contenido similar, en comparación con la simple defensa a través del abogado, por lo demás tampoco libre de objeciones, eran indudables. K no sabía lo que el abogado emprendía; en todo caso no era mucho, hacía un mes que no le llamaba y en ninguna de las visitas previas tuvo la impresión de fue ese hombre pudiera alcanzar algo. Ni siquiera le había preguntado apenas nada. Y, sin embargo, había tanto que preguntar. Preguntar era, sin duda, lo principal. K tenía la sensación de que él mismo podía plantear todas las preguntas necesarias del caso. El abogado, por el contrario, en vez de preguntarle, contaba cosas él mismo o permanecía en silencio, inclinándose sobre el escritorio ––tal vez por su dureza de oído––, tirándose de un pelo de la barba y mirando fijamente la alfombra, es posible que hacia el lugar en el que habían yacido K y Leni.

Franz Kafka, El proceso, http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/K/Kafka,%20Franz%20-%20El%20Proceso.pdf
Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.

La muerte de un viajante, Arthur Miller


LINDA: ¿Qué has dicho? 
BIFF: Nada. Sólo he preguntado: «¿Qué mujer?». 
HAPPY: ¿Qué pasa con ella? 
LINDA: Veréis, parece ser que esa mujer iba andando por la carretera y vio el coche. Dice que Willy no conducía rápido, ni mucho menos, y que el vehículo no patinó. Fue hacia el puentecillo a propósito, rompió el pretil, y lo único que le salvó fue la poca profundidad del agua. 
BIFF: Lo más probable es que hubiera vuelto a dormirse. 
LINDA: No creo que se durmiera. 
BIFF: ¿Por qué no? 
LINDA: El mes pasado...  (Con gran dificultad:)  ¡Qué difícil resulta contar una cosa así, hijos míos! Le tomáis por un estúpido, pero os digo que hay más bondad en él que en la mayoría de la gente. (La emoción le embarga la voz, y se enjuga los ojos.) Yo estaba buscando un fusible. Hubo un apagón y bajé al sótano. Y detrás de la caja de fusibles... caído..., vi un tubo de goma bastante corto. 
HAPPY: ¿En serio? 
LINDA: En el extremo tiene un pequeño accesorio de fijación, y, como me temía, bajo la caldera había un nuevo manguito de unión en la tubería del gas. 
HAPPY (enojado): Ese... memo. 
BIFF: ¿Lo has quitado? 
LINDA: Yo... Me da apuro. ¿Cómo puedo decírselo? Cada día bajo al sótano y retiro el tubo corto de goma. Pero cuando él vuelve a casa, lo dejo donde estaba. ¿Cómo podría insultarle de esa manera? No sé qué hacer. Vivo con el corazón en un puño, hijos míos. Creedme,  sé lo que le está rondando por la cabeza. Parece anticuado y estúpido, pero os digo que os ha dedicado su vida entera, y vosotros le habéis dado la espalda.  (Está inclinada en la silla, llorando, el rostro entre las manos.)  ¡Te lo juro, Biff, tienes su vida en tus 
manos! 
HAPPY (a Biff): ¡Mira con qué nos sale el muy idiota! 
BIFF (besándola): De acuerdo, mamá, de acuerdo. No hay más que hablar. He sido un descuidado. Lo sé, mamá, pero voy a quedarme, y te juro que haré las cosas como es debido.  (Arrodillándose ante ella lleno de remordimiento:) Es sólo que... no sirvo para estar  atado a un empleo, ¿sabes? Pero voy a intentarlo, sí, voy a intentarlo, y tendré éxito. 
HAPPY: Claro que lo tendrás. Lo malo de ti, por lo que se refiere al trabajo, es que nunca has tratado de agradar a la gente. 
BIFF: Lo sé, yo... 
HAPPY: Como cuando trabajabas con  Harrison. Bob Harrison decía que valías mucho, y entonces vas y te pones a hacer idioteces, a silbar canciones enteras en el ascensor, como un comediante. 
BIFF (en contra de Happy): ¿Y qué? Me gusta silbar de vez en cuando. 
HAPPY: ¡No dan un puesto de responsabilidad a un empleado que silba en el ascensor! 
LINDA: No discutáis ahora sobre eso, por favor. 

Arthur Miller, La muerte de un viajante, https://escuelapreoletaria.files.wordpress.com/2010/09/milller-arthur-muerte-de-un-viajante.pdf
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.


Opiniones de un payaso, Heinrich Böll


  • En Bonn las cosas sucedían siempre de modo muy distinto; allí nunca he salido a escena, allí vivo, y el taxi que tomaba nunca me llevaba a un hotel, sino a mi propio piso. Debí decir: nos llevaba, a Marie y a mi. Ningún conserje en la casa, a quien pudiese yo confundir con un empleado del tren y, sin embargo, este piso, en el cual paso de tres a cuatro semanas cada año, es para mí más extraño que cualquier hotel. Tuve que contenerme para no tomar un taxi en la estación de Bonn: este gesto lo tengo tan bien ensayado que casi me pone en un apuro. Me quedaba un solo marco en el bolsillo. Permanecí en la escalinata y comprobé mis llaves: para la puerta de la casa, para la del piso, para mi escritorio; en el escritorio encontraría las llaves de la bicicleta. Hace tiempo que pienso en una pantomima con llaves: pienso en un manojo de llaves de hielo, que se van derritiendo mientras transcurre el número.
Böll, Heinrich, opiniones de payaso, 
https://aullidosdelacalledotnet.files.wordpress.com/2014/08/heinrich-boll-opiniones-de-un-payaso.pdf. Texto seleccionado por Paola Moreno Díaz , segundo de bachillerato, curso 2015-2016.

El hombre que fue Jueves, G.K. Chesterton


                                               Capítulo Tres
     

        Antes de que penetrase en la estancia ninguno de los recién llegados, Gregory se había 
repuesto de su sorpresa. De un salto, y con un rugido de fiera, se acercó a la mesa, cogió el 
revólver y apuntó a Syme. 
        Syme, sin conmoverse, levantó su mano pálida y elegante. 
        —No  sea  usted ridículo, Gregory —dijo con una dignidad afeminada de eclesiástico—. 
¿No ve usted que es inútil? ¿No ve usted que nos hemos embarcado juntos y juntos hemos 
de aguantar el mareo? 
        Nada pudo responderle Gregory, pero tampoco acertó a disparar; sólo interrogaba con los 
ojos. 
       —¿No ve usted que los dos estamos en jaque? —continuó Syme—. Yo no puedo decir a 
la policía que usted es anarquista, y usted no puede decir a  los  anarquistas  que  yo  soy 
policía.  Lo  único que puedo hacer, ya conociéndolo, es vigilarlo. Y usted, conociéndome, 
tampoco puede hacer conmigo otra cosa. Aquí se trata de un duelo intelectual y singular: mi 
cabeza contra la de usted. Yo soy un policía desprovisto del auxilio de la policía, y usted, 
pobre  amigo mío, un anarquista desprovisto de toda esa complicada organización tan 
esencial  para  la  buena marcha  de  la anarquía. Aquí, si alguno lleva ventaja, es usted: a 
usted no le rodea la mirada inquisitiva de los guardias, y yo voy a estar rodeado  de  la 
desconfiada  muchedumbre  anarquista. No puedo traicionarlo a usted, pero puedo 
traicionarme a mí mismo al menor descuido. Paciencia, pues: espere usted a ver cómo me 
traiciono. Ya verá usted qué bien lo hago. 
       Gregory  dejó  la pistola, y miraba con asombrados ojos a Syme, como si fuera un 
monstruo marino. 
       —No creo en la inmortalidad —dijo al fin—. Pero si, después de todo esto, falta usted a 
su palabra, creo que Dios haría un infierno para usted solo, para hacerle aullar eternamente. 
       —¡Oh! —dijo Syme, orgulloso— yo no falto nunca  a mi  palabra.  Haga  usted  como  yo. 
Aquí están sus amigotes.  
       La  multitud de anarquistas entró en el cuarto pesadamente, con aire fatigoso. Un 
hombrecillo  de  gafas  y  barbilla  negra,  que llevaba unos papeles en la mano —un tipo 
parecido a Mr. Tim Healy— se desprendió del grupo, y acercándose, dijo: 
       —Camarada Gregory, supongo que este señor es un delegado foráneo. 
       Cogido de repente, Gregory bajó los ojos y balbuceó el nombre de Syme, pero Syme, con 
un tono casi impertinente, respondió: 
       —Me complazco en reconocer que esta puerta está lo bastante bien custodiada, para que 
sea imposible a un extraño entrar hasta aquí, si no es delegado foráneo. 
Pero el hombrecillo arrugaba el entrecejo con cierta desconfianza. 
       —¿Qué sección representa usted? —preguntó—. ¿Qué rama?  
       —¡Hombre! Tanto como rama... —dijo Syme riendo—. Más bien la llamaría yo raíz. 
       —¿Qué quiere usted decir con eso? 
       —Quiero  decir —contestó Syme parsimoniosamente— que soy un sabatino, y qué he 
sido enviado aquí especialmente para ver si se guarda el debido respeto al Domingo. 
       El hombrecillo soltó uno de los papeles que traía. Un estremecimiento de espanto recorrió 
la asistencia. Por lo visto, el temible Presidente que respondía al nombre de Domingo tenía 
la costumbre de enviar a estas justas algunos embajadores irregulares. 
       —Muy bien camarada —dijo el de los papeles—. Creo que debemos darle a usted sitio en 
nuestra sesión. 
       —Si me lo pregunta usted como amigo —dijo Syme con severidad—, creo que eso es lo 
mejor. 
       Cuando  vio  terminado  el  peligrosísimo diálogo con la inesperada salida de su rival, 
Gregory se puso a pasear la estancia, pensativo. 
       Presa de todas las agonías diplomáticas, se daba cuenta de que Syme saldría airoso de 
cualquier trance, gracias a su inteligencia y su audacia. Nada había, pues, que esperar por 
este lado. Él, personalmente, tampoco podía traicionarlo, ante todo por el punto de honor; 
pero, además, porque si Syme, traicionado, lograba escapar, quedaría libre de su juramento 
y se encaminaría al próximo cuartel de gendarmes. Y después de todo ¿qué más daba que 
un solo policía presenciara una sola de sus  reuniones  nocturnas?  A  lo  sumo,  podría 
sorprender una parte pequeñísima de sus planes. Después de lo cual se largaría, y asunto 
concluido. 
       Pasó por entre los grupos que estaban discutiendo acaloradamente en los bancos, y dijo: 
       —Creo que es tiempo de comenzar. La lancha estará ya dispuesta en el río. Propongo 
que el camarada Buttons ocupe la presidencia. 
      Todos aprobaron alzando la mano, y el hombrecito de los papeles se hundió en el sillón 
presidencial. Con voz que parecía un pistoletazo, comenzó a hablar: 
       —¡Camaradas! Este mitin es de gran importancia, aunque conviene que no sea largo. A 
nuestra  sección  le  ha correspondido siempre el honor de elegir Jueves para el Consejo 
Central  Europeo.  Hemos  elegido  ya muchos Jueves, famosos en nuestros fastos. 
Lamentamos todos la triste muerte del heroico obrero que ocupó este sitio hasta hace unos 
cuantos días. Ya sabéis cuán importantes han sido sus servicios para la causa. Fue él quien 
organizó el gran golpe dinamitero de Brighton que, a  haber  ayudado  las  circunstancias 
habría  hecho  perecer  a cuantos se encontraban en el muelle. Sabéis asimismo que su 
muerte fue tan altruista como su vida, pues murió mártir de la fe que tenía en una mezcla 
higiénica de la cal y del agua, como sustitutivo de la leche, bebida que consideraba como 
propia de bárbaros, por la crueldad que supone para con las vacas. La crueldad y cuanto de 
cerca o de lejos se le pareciera, lo ponían fuera de sí... Pero no nos hemos reunido para 
hacer el elogio de sus virtudes, sino para más difícil tarea. Si difícil es elogiarlo como él se 
merece, más difícil es reemplazarlo, A vosotros camaradas, toca el elegir esta noche, de 
entre el concurso de los presentes, el que ha de ser Jueves. Pondré a voto las candidaturas 
que salgan. Si nadie propone candidatura, entonces no me quedará más remedio que decir 
que aquel querido dinamitero se llevó consigo a la tumba todos los secretos de la virtud y de 
la inocencia. A esto sucedió un movimiento de aprobación, discreto y unos imperceptibles 
aplausos, como a veces se oyen en las iglesias. Después, un anciano de larga y venerable 
barba, que tal vez era el único obrero positivo entre toda aquella gente,  se  levantó 
trabajosamente y dijo: 
      —Propongo para Jueves al camarada Gregory. 

    G.K.Chesterton, El hombre que fue Jueves, ://www13.shu.edu/catholic-mission/upload/El-Hombre-Que-Fue-Jueves.pdf
        Seleccionado por Daniel Carrasco Carril, segundo de bachillerato,curso 2015-2016.

El proceso, Franz Kafka


        K ya no respondió. «¿Acaso ––pensó–– debo dejarme confundir por la cháchara de estos empleados subalternos, como ellos mismos reconocen serlo? Hablan de cosas que no entienden en absoluto. Su seguridad sólo se basa en su necedad. Un par de palabras que intercambie con una persona de mi nivel y todo quedará incomparablemente más claro que en una conversación larga con éstos». Paseó de un lado a otro de la habitación, seguía viendo enfrente a la anciana, que ahora había arrastrado hasta allí a una persona aún más anciana, a la que mantenía abrazada. K tenía que poner punto final a ese espectáculo.
  ––Condúzcanme hasta su superior ––dijo K. 
  ––Cuando él lo diga, no antes ––dijo el vigilante llamado Willem––. y ahora le aconsejo –– añadió–– que vaya a su habitación, se comporte con tranquilidad y espere hasta que se disponga algo sobre su situación. Le aconsejamos que no se pierda en pensamientos inútiles, sino que se concentre, pues tendrá que hacer frente a grandes exigencias. No nos ha tratado con la benevolencia que merecemos. Ha olvidado que nosotros, quienes quiera que seamos, al menos frente a usted somos hombres libres, y esa diferencia no es ninguna nimiedad. A pesar de todo, estamos dispuestos, si tiene dinero, a subirle un pequeño desayuno de la cafetería. 
    K no respondió a la oferta y permaneció un rato en silencio. Tal vez no le impidieran que abriera la puerta de la habitación contigua o la del recibidor, tal vez ésa fuera la solución más simple, llevarlo todo al extremo. Pero también era posible que se echaran sobre él y, una vez en el suelo, habría perdido toda la superioridad que, en cierta medida, aún mantenía sobre ellos. Por esta razón, prefirió a esa solución la seguridad que traería consigo el desarrollo natural de los acontecimientos, y regresó a su habitación, sin que ni él ni los vigilantes pronunciaran una palabra más. 

 Franz Kafka, El proceso, http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/K/Kafka,%20Franz%20-%20El%20Proceso.pdf. Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez. Segundo de bachillerato, curso 2015-2016.

El nombre de la rosa, Umberto Eco



Pero Guillermo los había mirado con frialdad y me había dicho que aquella no
era verdadera penitencia. Hacía un momento me lo había repetido: el período
de la gran purificación penitencial había acabado, y lo que veíamos era obra de
los propios predicadores, que organizaban la devoción de las muchedumbres
para evitar que éstas fuesen presa de otro deseo de penitencia... Este sí
herético, y al que todos tenían miedo. Pero yo era incapaz de percibir la
diferencia, aunque existiese. Me parecía que esa diferencia no residía en lo
que hacían unos y otros, sino en la mirada con que la iglesia juzgaba los actos
de unos y de otros.
 Pensé en la discusión con Ubertino. Sin duda, Guillermo había argumentado
bien, había intentado decirle que no era mucha la diferencia entre su fe mística
(y ortodoxa) y la fe perversa de los herejes. Llbertino se había indignado, como
si para él la diferencia estuviese clarísima. Y yo me había quedado con la
impresión de que Ubertino era diferente precisamente porque era el que sabía
percibir la diferencia. Guillermo se había sustraído a los deberes de la
Inquisición porque ya no era capaz de percibirla. Por eso no podía hablarme de
aquel misterioso fray Dulcino. Pero entonces (me
decía) era evidente que Guillermo había perdido la ayuda del Señor, que no
sólo enseña a percibir la diferencia, sino que también, por decirlo así, señala a
sus elegidos otorgándoles tal capacidad de discriminación. Ubertino y Chiara
da Montefalco (a pesar de estar rodeada de pecadores) habían conservado la
santidad justamente porque eran capaces de discriminar. Esa y no otra cosa
era la santidad.

Umberto Eco, El nombre de la rosa, http://www.ignaciodarnaude.com/textos_diversos/Eco,Umberto,El%20nombre%20de%20la%20rosa.pdf
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo, Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016

Umberto Eco, El nombre de la rosa





      Regresamos al laboratorio, y  nos costó entrar porque los novicios ya estaban  sacando el cadáver. Había otros curiosos en la habitación. Guillermo se precipitó hacia la mesa y se puso a revisar los libros en busca del volumen  fatídico. Los iba arrojando al suelo ante la mirada atónita de los presentes,  después los abría y volvía a abrir todos dos veces. Pero, ¡ay!, el manuscrito  árabe no estaba allí. Recordaba vagamente la vieja tapa, no muy robusta, bastante gastada, reforzada con finas bandas de metal.

       -¿Quién ha entrado desde que me marché? -preguntó Guillermo, a un monje.

         Este se encogió de hombros: era evidente que habían entrado todos, y
ninguno.
      Tratamos de pensar quién podía haber sido. ¿Malaquías? Era verosímil, sabía  lo que quería, quizá nos había vigilado, nos había visto salir con las manos  vacías, y había regresado seguro de que lo encontraría. ¿Bencio? Recordé  que, cuando se había producido nuestro altercado a propósito del texto árabe,  había reído. En aquel momento me había parecido que se reía de mi ignorancia, pero quizá riera de la ingenuidad de Guillermo, pues él sabía bien  de cuántas formas diferentes puede presentarse un viejo manuscrito, y quizá  había pensado en ese momento lo que nosotros sólo pensamos más tarde, y
que habríamos tenido que pensar en seguida, o sea que Severino no sabía  árabe y que por tanto era extraño que entre sus libros hubiese un texto que no  podía leer. ¿0 acaso había un tercer personaje?

      Guillermo se sentía profundamente humillado. Traté de consolarlo, diciéndole  que hacía tres días que estaba buscando un texto en griego y era natural que  hubiese descartado todos los libros que no estaban en griego. El respondió que  sin duda es humano cometer errores, pero que hay seres humanos que los
cometen mas que otros, y a ésos se los llama tontos, y que él se contaba entre  estos últimos, y se preguntaba si había valido la pena que estudiase en París y  en Oxford para después no ser capaz de pensar que los manuscritos también  se encuadernan en grupos, cosa que hasta los novicios saben, salvo los estúpidos como yo, y una pareja de estúpidos tan buena como la nuestra  hubiera podido triunfar en las ferias, y eso era lo que teníamos que hacer en  vez de tratar de resolver misterios, sobre todo cuando nos enfrentábamos con  gente mucho más astuta que nosotros.

     -Pero es inútil llorar --concluyó después-. Si lo ha cogido Malaquías, ya lo habrá  devuelto a la biblioteca. Y sólo podremos recuperarlo si descubrimos la manera  de entrar en el finis Africae. Si lo ha cogido Bencio, habrá imaginado que tarde o temprano se me ocurriría lo que acaba de ocurrírseme y regresaría al laboratorio, o no habría procedido tan aprisa. De modo que se habrá escondido, y el único sitio donde no existe ninguna probabilidad de que se haya  escondido es aquel donde primero lo buscaríamos, es decir, su celda. Por tanto, volvamos a la sala capitular y veamos si, durante la instrucción del caso, el cillerero dice algo que pueda sernos útil. Porque al fin y al cabo aún no veo claro que se propone Bernardo: buscaba a su hombre antes de la muerte de Severino, y con otros fines.


Regresamos a la sala capitular. Habríamos hecho bien en ir a la celda de  Bencio, porque, como supimos más tarde, nuestro o joven amigo no valoraba  tanto a Guillermo y no se le había ocurrido que éste regresaría tan pronto al  laboratorio, de modo que, creyendo que no lo buscarían, había ído a esconder  el libro precisamente en su celda.

 Pero de eso ya hablaré en su momento. En el ínterin sucedieron hechos tan  dramáticos e inquietantes como para hacernos olvidar el libro misterioso. Y, si  bien no lo olvidamos, tuvimos que ocuparnos de otras tareas más urgentes, vinculadas con la misión que, de todos modos, debía Guillermo desempeñar.


Umberto Eco, El nombre de la rosa www.ignaciodarnaude.com
Selecionado por Maria Alegre Trujillo. Segundo de Bachillerato, curso 2015-2016


Un tranvía llamado deseo, Tennessee Williams


BLANCHE: -¿Dónde está Stella?
(Inspecciona su ropa revuelta en el baúl.)
STANLEY: -Afuera, en el porche.
BLANCHE  (se pone el vestido. Después de una rápida mirada al porche):  -Voy a pedirle un
favor.
(Stella va hacia la escalera de caracol y se reclina contra el pasamanos.)
STANLEY (se quita la chaqueta y la tira sobre la cama): -¿Qué será, digo yo?
BLANCHE: -¡Que me abotone el vestido! (Descorriendo las cortinas.) ¡Puede entrar!
(Va a la sala. Stanley se le acerca. Está furioso.)
BLANCHE (retrocede un poco y lo enfrenta): -¿Qué tal estoy?
STANLEY: -Perfectamente.
BLANCHE: -¡Muchas gracias! ¡Ahora, los botones!
(Le vuelve la espalda.)
STANLEY (acercándose por detrás, hace una torpe tentativa de abotonarla): -No puedo hacer
nada con estos botones.
BLANCHE: -¡Oh, ustedes los hombres, con sus dedos grandes y torpes!  (Lo mira.)  ¿Me deja
probar su cigarro?
STANLEY  (dándole el cigarro que tiene detrás de la oreja):  -Tome... Aquí tiene éste para
usted.
BLANCHE (tomándolo): -¡Oh, gracias! Se diría que mi baúl ha reventado.
STANLEY (encendiéndole el cigarro): -Yo y Stella la ayudaremos a desempaquetar.
BLANCHE  (acercándose al baúl, saca una piel):  -Pues han hecho un trabajo rápido y
concienzudo.
STANLEY: -Parecería que usted hizo una incursión a varias de las tiendas más elegantes de
París.
(Se acerca a Blanche.)
BLANCHE (arreglando el vestido en el baúl): -Sí... ¡Los vestidos son mi pasión! STANLEY: -¿Cuánto cuesta una sarta de pieles como ésta?
BLANCHE: -¡Pero si son un homenaje de un admirador mío!...
(Se pone la piel.)
STANLEY: -Pues debe haberla admirado mucho.
BLANCHE  (pavoneándose con la piel):  -Cuando era muchacha, provoqué cierta admiración.
Pero míreme ahora. (Le sonríe, radiante.) ¿Le parece posible que, en otros tiempos, me hayan
considerado... atractiva?
STANLEY: -Su aspecto es agradable.
BLANCHE (ríe, y reintegra la piel al baúl): -Me estaba buscando una galantería, Stanley.
STANLEY: -A mí no me pescan con ésas.
BLANCHE: -Con ésas... ¿qué?
STANLEY (mientras Blanche alisa los vestidos del baúl): -Con los cumplidos a las mujeres por
su belleza. Nunca he conocido a una mujer que no supiera si era bonita o no sin que se lo
dijesen, y algunas se creen más bonitas de lo que son. En cierta ocasión, salí con una que me
dijo: «Tengo el tipo de la mujer fascinante.»  (Imita a la muchacha, poniendo la mano con
aire remilgado sobre su nuca.) «¡Tengo el tipo de la mujer fascinante!» Yo le contesté: «¿Y
qué?»
BLANCHE (yendo hacia la mesa para tomar su joyero): -¿Y qué dijo ella?
STANLEY: -Nada. Eso la obligó a encerrarse en sí misma como una almeja.
BLANCHE (yendo hacia el baúl con el joyero): -¿Eso le puso término al romance?
STANLEY: -Le puso término a la conversación... Eso fue todo. (Blanche ríe y guarda el joyero
en el baúl.) Hay hombres a quienes se les puede embaucar con esa fábula de la fascinación a
lo Hollywood y otros a quienes no.
BLANCHE  (junto al baúl. De frente a Stanley):  -Estoy segura de que usted pertenece a la
segunda categoría.
STANLEY: -Así es.
BLANCHE: -No puedo imaginarme a ninguna mujer, por más bruja que sea, hechizándolo.
STANLEY: -Así... es.
BLANCHE: -Usted es sencillo, franco y honrado. Un poco primitivo, diría yo. Para interesarlo,
una mujer tendría que...


Tennessee Williams, Un tranvía llamado deseo, http://www.danielcinelli.com.ar/archivos/Obras/Segundo_nivel/Realismo_Norteamericano/Obras/Tennesse_Williams/Un_tranvia_llamado_deseo.pdf
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.