lunes, 14 de marzo de 2016

La llamada de lo salvaje, Jack London

                                                              Capítulo V
                                       El Trabajo Agotador Del Tiro y De Las Pisas
 A los treinta días de haber abandonado Dawson, el correo de Salt Water, con Buck y sus compañeros al frente, llegó a Skaguay. Se encontraban en un estado lamentable, rendidos y agotados. Los sesenta y tres kilos que solía pesar Buck habían quedado reducidos a cincuenta y dos. Sus compañeros, aunque eran más pequeños que él, habían perdido relativamente más peso. Pike, el haragán, que en su vida llena de engaños a menudo había fingido que tenía una pata herida, cojeaba ahora de veras. Sol-leks también cojeaba, y Dub tenía la paletilla dislocada.
 Todos tenían los pies terriblemente lastimados, y habían perdido toda su elasticidad y su resistencia. Sus patas caían pesadamente sobre el camino, sacudiéndoles el cuerpo entero y duplicando, por tanto, el cansancio de cada viaje.
 No les ocurrirá nada, sólo que estaban muertos de cansancio.
 No era profundo cansancio que aparece tras un esfuerzo breve y desmesurado, del que te recuperas en cuestión de horas, sino el profundo cansancio que aparece tras el agotamiento lento y prolongado de las fuerzas a lo largo de varios meses de arduo trabajo. Ya no tenían capacidad de recuperación, ni fuerzas de reserva a las que recurrir. Las habían agotado todas, hasta la última gota. Cada uno de sus músculos, de sus nervios, de sus células, estaban cansados, profundamente cansados. Y con razón. En menos de cinco meses habían recorrido cuatro mil kilómetros, y en los últimos tres mil sólo habían disfrutado de cinco días de descanso.
 Cuando llegaron a Skaguay, parecían en las últimas. Apenas podían mantener las riendas tirantes Y, cuando iban cuesta abajo, les costaba trabajo evitar que el trineo los atropellase.

Jack London, La llamada de lo salvaje, Barcelona, vicens vives, 1988, 154.
Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez , Bachillerato. Curso 2015/16

Nuestra Señora de París, Victor Hugo

IV
EL PERRO Y EL DUEÑO

     Existía sin embargo un ser humano hacia el que Quasimodo no manifestaba el odio y la maldad que sentía para con los otros y a quien amaba, quizás tanto, como a su catedral; era Claude Frollo.
La razón era muy sencilla; Claude Frollo le había recogido, le había adoptado, le había alimentado y le había criado. De pequeñito venía a refugiarse entre las piernas de Claude Frollo cuando los perros y los niños le perseguían ladrando. Claude Frollo le había enseñado a hablar, a leer y a escribir y haberle dado, en fin, la gran campana en matrimonio era como entregar Julieta a Romeo.
     Por todo ello el agradecimiento de Quasimodo era profundo, apasionado, sin límites y aunque el rostro de su padre adoptivo fuese con demasiada frecuencia hosco y severo, aunque sus palabras fuesen habitualmente escasas, duras e imperativas, nunca aquella gratitud se había desmentido y el archidiácono tenía en Quasimodo al esclavo más sumiso, al criado más dócil y al guardián más vigilante. Cuando el desdichado campanero se quedó sordo se había establecido entre él y Claude Frollo un misterioso lenguaje de signos que sólo ellos dos comprendían, así que el archidiácono era el único ser humano con quien Quasimodo podía comunicarse. Sólo dos cosas había en este mundo con las que Quasimodo tuviera relación: Nuestra Señora y Claude Frollo.
     Nada se podía comparar a la autoridad del archidiácono para con el campanero si no eran la dependencia del campanero para con el archidiácono. No habría sido necesaria más que una señal de Claude y la convicción de que aquello iba a agradarle para que Quasimodo se precipitara desde lo más alto de las torres de Nuestra Señora. Era algo admirable el ver que toda aquella fuerza física, tan extraordinariamente desarrollada por Quasimodo, se sometiera ciegamente a la disposición de otra persona; había en aquel hecho una devoción filial y una sumisión servil y también la fascinación de un espíritu para con otro. Se trataba de un torpe, pobre y burdo organismo que se mantenía con la cabeza baja y los ojos suplicantes, sometido a una inteligencia elevada y profunda, dominante y muy superior; existía agradecimiento por encima de todo.
     Agradecimiento llevado a límites tan extremos que no sabríamos con qué compararlo pues esta virtud no es de las que cuenten con muchos ejemplos entre los hombres, así que diremos que Quasimodo amaba al archidiácono como jamás perro alguno o elefante o caballo haya amado a su dueño.

Victor Hugo, Nuestra Señora de París, Madrid, Ediciones Cátedra, Colección Letras Universales, 1985, pág. 190-191.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carroll

V

EL CONSEJO DE UNA ORUGA



     La Oruga y Alicia se miraron durante un rato en silencio: por último, la Oruga se quitó el narguile de la boca, y le habló con voz lánguida y soñolienta.
     ¿Quién eres ? -dijo la Oruga.

     No era ésta una forma alentadora de iniciar una conversación. Alicia replicó con cierta timidez: «Pues... pues creo que en este momento no lo sé, señora...sí sé quién era cuando me levanté esta mañana; pero he debido de cambiar varias veces desde entonces».

     ¿Qué quieres decir? -dijo la Oruga con severidad-. ¡Explícate!
     Me temo que no me puedo explicar, señora -dijo Alicia-; porque, como ve, no soy yo misma.
     Pues no lo veo -dijo la Oruga.
     Me temo que no se lo puedo explicar con más claridad -replicó Alicia muy cortésmente-; porque para empezar, yo misma no consigo entenderlo; y el cambiar de tamaño tantas veces en un día es muy desconcertante.
    No lo es -dijo la Oruga.
    Bueno, quizás no lo encuentre usted desconcertante -dijo Alicia-; pero cuando se convierta en crisálida, como le ocurrirá algún día, y después en mariposa, creo que le parecerá un poquito raro, ¿no?
    De ninguna manera -dijo la Oruga.
   Bueno, tal vez sus sensaciones sean diferentes -dijo Alicia-; lo que sí puedo decirle es que yo me sentiría muy rara.
    ¡Tú! -dijo la Oruga con desprecio -. ¿Quién eres ?
     Lo que les devolvió al principio de la conversación. Alicia se sintió un poco irritada ante los comentarios tan secos de la Oruga; así que se acercó y dijo muy seria:
    Creo que debería decirme quién es usted, primero.
    ¿Por qué? -dijo la Oruga.
     Ésta era otra pregunta desconcertante; y como a Alicia no se le ocurrió una buena razón, y la Oruga parecía estar de muy mal talante, dio media vuelta.


Lewis Carroll, Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, Yuncos (Toledo), Ediciones Akal, S.A.; Colección Akal Literaturas, 2005, pág. 131-132. 
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

viernes, 11 de marzo de 2016

El conde de Montecristo, Alexandre Dumas

                                                            Capítulo II
     Y dejando que Danglars diera rienda suelta a su odio inventando alguna calumnia contra su camarada, sigamos a Dantés, que después de haber recorrido la Cannebière en toda su longitud, se dirigió a la calle de Noailles, entró en una casita situada al lado izquierdo de las alamedas de Meillán, subió de prisa los cuatro tramos de una escalera oscurísima, y comprimiendo con una mano los latidos de su corazón se detuvo delante de una puerta entreabierta que dejaba ver hasta el fondo de aquella estancia; allí era donde vivía el padre de Dantés.
      La noticia de la arribada de El Faraón no había llegado aún hasta el anciano, que encaramado en una silla, se ocupaba en clavar estacas con mano temblorosa para unas capuchinas y enredaderas que trepaban hasta la ventana. De pronto sintió que le abrazaban por la espalda, y oyó una voz que exclamaba:
 -¡Padre! ..., ¡padre mío!
      El anciano, dando un grito, volvió la cabeza; pero al ver a su hijo se dejó caer en sus brazos pálido y tembloroso. 
-¿Qué tienes, padre? -exclamó el joven lleno de inquietud-. ¿Te encuentras mal? 
-No, no, querido Edmundo, hijo mío, hijo de mi alma, no; pero no lo esperaba, y la alegría... la alegría de verte así..., tan de repente... ¡Dios mío!, me parece que voy a morir... 
-Cálmate, padre: yo soy, no lo dudes; entré sin prepararte, porque dicen que la alegría no mata. Ea, sonríe, y no me mires con esos ojos tan asustados. Ya me tienes de vuelta y vamos a ser felices. 
   

     Alexandre Dumas, El conde de Montecristo, Barcelona, Vicens Vives, ed. 3, pág. 49                                  
     Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, segundo de bachillerato,curso 2015-2016.

Don Juan, Lord Byron


La buena doña Inés, madre del mancebo que se vio precisado a recorrer media Sevilla poco menos que desnudo, a fin de distraer los comentarios de un acontecimiento que vino a resultar el más escandaloso en muchos siglos, tras hacer arder por su cuenta muchos quilos de cirios en la capilla de los santos de su devoción, se decidió a enviar a su hijo a Cádiz, para que allí embarcase, siguiendo el consejo dedignísimas señoras de edad, amigas suyas. Deseaban todas ellas que don Juan viajase por tierra y por mar, a través de Europa, a fin de que se olvidase el horroroso incidente, y para que él se corrigiese de sus defectos, haciendo progresos en la práctica de la virtud y fortificándose en los principios de la buena moral, en las escuelas de Francia y de Italia. A lo menos allí es donde suelen ir a estudiar las más sabias disciplinas la mayor parte de los jóvenes descarriados.

En cuanto a doña Julia, tan linda dama fue encerrada en un convento sombrío. Entró en él, como es natural, con mucha pena, y la carta siguiente servirá para que el lector conozca mejor, que a través de mis palabras, sus sentimientos más secretos. La dirigió a don Juan:
"Me han dicho que partís, y no puedo negar que haciéndolo así obráis prudentemente. Ello no deja de ser penoso para mí, sin embargo. En adelante, no ostento ningún derecho sobre vuestro corazón, y el mío es solamente la víctima. He amado demasiado. He aquí el único artificio de que he hecho uso. Os escribo toda prisa. Si alguna mancha ensucia este papel, no es, don Juan; lo que parece. Mis ojos están llenos de fuego y no brota de ellos lágrima alguna."

Lord Byron,  Don Juan,
 www.ataun.net/BIBLIOTECAGRATUITA/Clásicos%20en%20Español/Lord%20Juan.pdf

Seleccionado por Clara Fuentes Gómez, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.




Los miserables, Victor Hugo.


    Continuó viviendo con la misma sencillez que el primer día.
Tenía los cabellos grises, la mirada seria, la piel bronceada de un obrero y el rostro pensativo de un filósofo. Usaba una larga levita abotonada hasta el cuello y un sombrero de ala ancha. Vivía solo. Hablaba con poca gente. A medida que su fortuna crecía, parecía que aprovechaba su tiempo libre para cultivar su espíritu. Se notaba que su modo de hablar se había ido haciendo más fino, más escogido, más suave.
   Tenía una fuerza prodigiosa. Ofrecía su ayuda a quien lo necesitaba; levantaba un caballo, desatrancaba una rueda, detenía por los cuernos un toro escapado. Llevaba siempre los bolsillos llenos de monedas menudas al salir de casa, y los traía vacíos al volver. Cuando veía un funeral en la iglesia entraba y se ponía entre los amigos afligidos, entre las familias enlutadas.
   Entraba por la tarde en las casas sin moradores, y subía furtivamente las escaleras. Un pobre diablo al volver a su chiribitil, veía que su puerta había sido abierta, algunas veces forzada en su ausencia. El pobre hombre se alarmaba y pensaba: "Algún malhechor habrá entrado aquí". Pero lo primero que veía era alguna moneda de oro olvidada sobre un mueble. El malhechor que había entrado era el señor Magdalena.
Era un hombre afable y triste.
   Su dormitorio era una habitación adornada sencillamente con muebles de caoba bastante feos, y tapizada con papel barato. Lo único que chocaba allí eran dos candelabros de forma antigua que estaban sobre la chimenea, y que parecían ser de plata.
  Se murmuraba ahora en el pueblo que poseía sumas inmensas depositadas en la Casa Laffitte, con la particularidad de que estaban siempre a su disposición inmediata, de manera que, añadían, el señor Magdalena podía ir una mañana cualquiera, firmar un recibo, y llevarse sus dos o tres millones de francos en diez minutos. En realidad, estos dos o tres millones se reducían a seiscientos treinta o cuarenta mil francos.

Victor Hugo, Los miserables, http://www.claseshistoria.com/general/pdf/miserables.pdf,
Texto seleccionado por Daniel Carrasco Carril, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.


Diccionario Filosófico, Voltaire. François-Marie Arouet

ABUSO DE LAS PALABRAS. Las conversaciones y los libros raras veces nos proporcionan ideas precisas. Se suele leer en demasía y conversar inútilmente. Es, pues, oportuno recordar lo que Locke recomienda: Definid los términos. Una dama que come con exceso y no hace ejercicio cae enferma El médico le dice que domina en ella un humor pecante, impurezas, obstrucciones y vapores, y le prescribe un Librodot Diccionario Filosófico Voltaire Librodot 15 15 medicamento que le purificará la sangre. ¿Qué idea exacta puede tener de todas esas palabras? La paciente y la familia que las oyen no las comprenden; ni el médico tampoco. Antiguamente, el facultativo recetaba buenamente una infusión de hierbas caliente o fría. Un jurisconsulto, en el ejercicio de su profesión, anuncia que por la inobservancia de las fiestas y los domingos se comete crimen de lesa majestad divina en la persona del Hijo, esto es, el segundo jefe. La expresión majestad divina nos da la idea del más enorme de los crímenes y, desde luego, del más horrendo de los castigos. Pero, ¿a propósito de qué la pronunció el jurisconsulto? Por no haber observado las fiestas de guardar, lo que puede suceder al hombre más honrado del mundo. En todas las polémicas que se entablan acerca de la libertad, uno de los argumentadores entiende casi siempre una cosa y su adversario otra. Luego surge un tercero en discordia, que no entiende al primero ni al segundo, pero que tampoco lo entienden a él. En las disputas sobre la libertad, uno posee la potencia de pensamiento de imaginar, otro la de querer y el tercero el deseo de ejecutar; corren los tres, cada uno dentro de su círculo, y no se encuentran nunca. Igual sucede en las quejas sobre la gracia. ¿Quién puede comprender su naturaleza, sus operaciones, la suficiente que no basta y la eficaz a la que nos resistimos? Hace dos mil años que se viene pronunciando la frase «forma sustancial» sin tener la menor noción de ella; esta frase se ha sustituido ahora por la de «naturaleza plástica», sin ganar nada en el cambio. Se detiene un viajero ante un torrente y pregunta a un labriego que ve al otro lado por dónde está el vado: «Id hacia la derecha», contesta el buen hombre. El viajero toma la derecha y se ahoga. El labriego va corriendo hacia él y le grita: «No os dije que avanzarais hacia vuestra mano derecha, sino hacia la mía». El mundo está lleno de estas equivocaciones. Al leer un noruego esta fórmula que usa el papa: servidor de los servidores de Dios, ¿cómo ha de comprender que el que la dice es el obispo de los obispos y el rey de los reyes? En la época en que los papeles fragmentarios de Petronio gozaban de fama en la literatura, Meibomins, sabio de Lubeck, leyó en una carta que imprimió otro sabio de Bolonia lo siguiente: «Aquí tenemos un Petronio completo, y lo he visto y lo he admirado». Ni corto ni perezoso, Meibomins emprende viaje a Italia, se dirige a Bolonia, busca al bibliotecario Capponi y le pregunta si es verdad que tiene allí el Petronio completo. Capponi le responde que es público y notorio, y acto seguido le conduce a la iglesia donde descansa el cuerpo de san Petronio. Meibomins toma la diligencia y huye. Si el jesuíta Daniel tomó a un abad guerrero, martialem abbatem, por el abad Marcial, cien historiadores han incurrido en mayores errores. El jesuita Dorleans, en su obra Revoluciones de Inglaterra, habla indiferentemente de Northampton y de Southampton, no equivocándose más que de Norte a Sur. Frases metafóricas tomadas en un sentido propio han decidido muchas veces la opinión de muchas naciones. Conocida es la metáfora de Isaías: «¿Cómo caíste del cielo, estrella brillante que apareces al rayar el alba?» Supusieron que en esa imagen aludían al diablo, y como la voz hebrea que corresponde a la estrella de Venus se tradujo en latín por la palabra Lucifer, desde entonces se ha llamado siempre Lucifer al diablo. Librodot Diccionario Filosófico Voltaire Librodot 16 16 El ejemplo más singular del abuso de las palabras, de los equívocos voluntarios y de los errores que han producido más trastornos, nos lo ofrece la voz Kin-Tien, de China. Varios misioneros de Europa disputaron acaloradamente sobre la significación de esa palabra y Roma envió un francés llamado Maigrot, nombrándolo obispo imaginario de una provincia de China, para que decidiera el sentido de tal palabra. Maigrot desconocía por completo el idioma chino. El emperador se dignó explicarle lo que en su lengua significaba Kin-Tien, Maigrot no lo quiso creer y logró que Roma excomulgase al emperador de China. No acabaríamos nunca si hubiéramos de referir todos los abusos de palabras que nos acuden a la mente. 


François-Marie Arouet, diccionario filosófico, http://biblio3.url.edu.gt/Libros/dic_fi.pdf, seleccionado por Paola Moreno Díaz, Segundo de bachillerato, curso 2015-2016.


Sentido y sensibilidad, Jane Austen

                                         Capitulo II:
La señora Dashwood permaneció en Norland durante varios meses, y ello no porque no deseara salir de allí una vez que los lugares que tan bien conocía dejaron de despertarle la violenta emoción que durante un tiempo le habían producido; pues cuando su ánimo comenzó a revivir y su mente pudo dedicarse a algo más que agudizar su dolor mediante recuerdos tristes, se llenó de impaciencia por partir e infatigablemente se dedicó a averiguar por alguna residencia adecuada en las vecindades de Norlarid, ya que le era imposible irse lejos de ese tan amado lugar. Pero no le llegaba noticia alguna de lugares que a la vez satisficieran sus nociones de comodidad y bienestar y se adecuaran a la prudencia de su hija mayor, que con más sensato juicio rechazó varias casas que su madre habría aprobado, considerándolas demasiado grandes para sus ingresos.
La señora Dashwood había sido informada por su esposo respecto de la solemne promesa hecha por su hijo en favor de ella y sus hijas, la cual había llenado de consuelo sus últimos pensamientos en la tierra. Ella no dudaba de la sinceridad de este compromiso más de lo que el difunto había dudado, y sentía al respecto gran satisfacción, sobre todo pensando en el bienestar de sus hijas; por su parte, sin embargo, estaba convencida de que mucho menos de siete mil libras como capital le permitirían vivir en la abundancia. También se regocijaba por el hermano de sus hijas, por la bondad de ese hermano, y se reprochaba no haber hecho justicia a- sus méritos antes, al creerlo incapaz de generosidad. Su atento comportamiento hacia ella y sus hermanas la convencieron de que su bienestar era caro a sus ojos y, durante largo tiempo, confió firmemente en la generosidad de sus intenciones. 

Jane Austen, Sentidoysensibilidad http://www.dominiopublico.es/libros/Jane_Austen/Jane%20Austen%20-%20Sentido%20y%20Sensibilidad.pdf .
 Sleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, segundo de bachillerato curso 2015-2016                                                                                                                                                                                                                                                     

Orgullo y prejuicio, Jane Austen

Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa. Sin embargo, poco se sabe de los sentimientos u opiniones de un hombre de tales condiciones cuando entra a formar parte de un vecindario. Esta verdad está tan arraigada en las mentes de algunas de las familias que lo rodean, que algunas le consideran de su legítima propiedad y otras de la de sus hijas. ––Mi querido señor Bennet ––le dijo un día su esposa––, ¿sabías que, por fin, se ha alquilado Netherfield Park? El señor Bennet respondió que no. ––Pues así es ––insistió ella––; la señora Long ha estado aquí hace un momento y me lo ha contado todo. El señor Bennet no hizo ademán de contestar. ––¿No quieres saber quién lo ha alquilado? ––se impacientó su esposa. ––Eres tú la que quieres contármelo, y yo no tengo inconveniente en oírlo. Esta sugerencia le fue suficiente. ––Pues sabrás, querido, que la señora Long dice que Netherfield ha sido alquilado por un joven muy rico del norte de Inglaterra; que vino el lunes en un landó de cuatro caballos para ver el lugar; y que se quedó tan encantado con él que inmediatamente llegó a un acuerdo con el señor Morris; que antes de San Miguel vendrá a ocuparlo; y que algunos de sus criados estarán en la casa a finales de la semana que viene. ––¿Cómo se llama? ––Bingley. ––¿Está casado o soltero? ––¡Oh!, soltero, querido, por supuesto. Un hombre soltero y de gran fortuna; cuatro o cinco mil libras al año. ¡Qué buen partido para nuestras hijas! ––¿Y qué? ¿En qué puede afectarles? ––Mi querido señor Bennet ––contestó su esposa––, ¿cómo puedes ser tan ingenuo? Debes saber que estoy pensando en casarlo con una de ellas. ––¿Es ese el motivo que le ha traído? ––¡Motivo! Tonterías, ¿cómo puedes decir eso? Es muy posible que se enamore de una de ellas, y por eso debes ir a visitarlo tan pronto como llegue. ––No veo la razón para ello. Puedes ir tú con las muchachas o mandarlas a ellas solas, que tal vez sea mejor; como tú eres tan guapa como cualquiera de ellas, a lo mejor el señor Bingley te prefiere a ti. ––Querido, me adulas. Es verdad que en un tiempo no estuve nada mal, pero ahora no puedo pretender ser nada fuera de lo común. Cuando una mujer tiene cinco hijas creciditas, debe dejar de pensar en su propia belleza. ––En tales casos, a la mayoría de las mujeres no les queda mucha belleza en qué pensar. ––Bueno, querido, de verdad, tienes que ir a visitar al señor Bingley en cuanto se instale en el vecindario. ––No te lo garantizo. ––Pero piensa en tus hijas. Date cuenta del partido que sería para una de ellas. Sir Willam y lady Lucas están decididos a ir, y sólo con ese propósito. Ya sabes que normalmente no visitan a los nuevos vecinos. De veras, debes ir, porque para nosotras será imposible visitarlo si tú no lo haces.(...) 

Jane Austen, Orgullo y prejuicio, www.edu.mec.gub.uy
Seleccionado por Paola Moreno Díaz. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016

lunes, 7 de marzo de 2016

La llamada de lo salvaje, Jack London

                                                    Capítulo IV
                                         El que se ganó la supremacía

-¿Eh ?¿Que te decía yo? No me equivoqué cuando dije que ese Buck es dos veces demonio.
Eso es lo que decía François a la mañana siguiente cuando descubrió que Spitz había desaparecido y que Buck estaba cubierto de heridas. Lo acercó al fuego y, a su luz, iba señalándoselas.
-Ese Spitz pelea como un demonio -dijo Perrault, mientras examinaba los desgarrones y las heridas abiertas.
-Y ese Buck pelea como dos demonios- fue la respuesta de François-. Y ahora sí que avanzaremos. Acabado Spitz, acabados los problemas, seguro.
Mientras Perrault recogía el equipo de campamento y lo cargaba en el trineo, el perrero procedió a poner los arreos a los perros. Buck fue hacia el lugar que habría ocupado Spitz como perro-guía; pero François, sin prestarle atención alguna, condujo a Sol-leks furiosamente, haciéndolo retroceder y colocándose en su lugar.
-¡Eh, eh!- gritó alegremente François, dándose unas palmadas en el muslo-. Mira a ese Buck. Mató a Spitz y ahora cree que puede ocupar su puesto- y, dirigiéndose al perro, le gritó-: ¡Largo de ahí, chucho!
    Pero Buck se negó a moverse. Entonces François agarró a Buck por el pescuezo y, aunque el perro gruñía amenazadoramente, se lo llevó a rastras hacia un lado y colocó de nuevo a Sol-leks a la cabeza. Al viejo perro no le gustó nada aquello, y mostró claramente que temía a Buck. François era terco, pero, en cuanto se daba la vuelta, Buck volvía a empujar a Sol-leks, que en modo algunose oponía al cambio.
     François estaba hecho una furia.
-¡Por Dios que ahora te vas a enterar!- gritó al volver con un grueso garrote en la mano.
    Buck recordó al hombre de suéter rojo y se retiró lentamente; y tampoco intentó desplazar a Sol-leks cuando lo volvieron a colocar en cabeza. Pero empezó a dar vueltas fuera del alcance del garrote, gruñendo con rencor y rabia; y mientras daba vueltas, no perdía de vista el garrote para poder esquivarlo en caso de que François se lo tirara, pues se había vuelto prudente en materia de garrotes.

     Jack London, La llamada de lo salvaje, Barcelona, 1998, pág. 154.
     Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, Primero de Bacillerato, curso 2015-2016.

El capitán del «Polestar» y otros cuentos de misterio en el mar, Arthur Conan Doyle

                                                   El capitán del «Polestar»
 
               (Extracto del curioso diario de John M'Alister Ray, estudiante de medicina)
                   
                                                                                                          Septiembre 11
               Lat., 81 grados 40 minutos N., long., 2 grados E. Seguimos rodeados de enormes campos de hielo. El que se extiende hacia el norte de nosotros, y al que está aferrada nuestra ancla de hielos, no puede tener una superficie menor que un condado de Inglaterra. A derecha e izquierda se extienden, hasta el horizonte, superficies ininterrumpidas. El oficial informó esta mañana de que hacia el Sudoeste se advertían señales de témpanos flotantes. Si éstos se juntasen adquiriendo una fuerte cohesión, como para impedirnos el regreso, nuestra situación será peligrosa, porque, según he oído decir, nuestros víveres empiezan a escasear. La estación está muy avanzada y vuelven a aparecer las noches. Esta mañana vi una estrella que brillaba justamente encima de la verga del trinquete; es la primera desde primeros de mayo. Reina el descontento entre la tripulación, porque muchos de sus hombres desean regresar a toda costa a sus puertos con tiempo suficiente para dedicarse a la pesca del arenque, pues en esta época se pagan altos salarios en la costa de Escocia. Su disgusto sólo se ha exteriorizado hasta este momento en la adustez de sus rostros y en sus miradas amenazadoras; pero esta tarde le he oído decir al segundo oficial que piensan enviar una comisión para exponga al capitán su malestar. Yo tengo grandes dudas sobre la acogida que el capitán les dispensará, porque es hombre de genio violento y muy sensible a todo cuanto represente quebrantamiento de su autoridad. Me arriesgaré, después de comer, a decirle algunas palabras acerca de este asunto. He comprobado que a mí me tolera cosas que le molestarían dichas por cualquier otro miembro de la tripulación. Desde nuestra cuadra de estribor se distingue la isla de Amsterdam, en el ángulo noroeste de Spitzbergen; es un conjunto de rocas volcánicas, entrecortadas por vetas blancas, que son otros tantos glaciares. Resulta curioso pensar que los seres humanos más próximos a nosotros en este momento son los que viven en las colonias danesas establecidas al sur de Groenlandia, es decir, que están a sus buenas novecientas millas en vuelo directo. El capitán que arriesga su embarcación en tales circunstancias carga con una gran responsabilidad. Ningún ballenero permaneció nunca en semejantes latitudes a estas alturas del año.



Arthur Conan Doyle, El capitán del «Polestar», Madrid, Valdemar, El club Diógenes, ed, 96, 1998
Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, curso 2015-2016                                                                                                          


La isla del tesoro, Robert L. Stevenson

Capítulo XIX
La guarnición de la empalizada

(Jim Hawkins renauda la narración)

     Tan pronto como Ben Gunn vio la bandera, se paró, me detuvo, cogiéndome del brazo, y se sentó.
     Mira -dijo-, seguro que ésos son tus amigos.
     Mucho más fácil es que sean los amotinados -contesté. 
    ¡Ca! -exclamó-. Fíjate que en un sitio como éste, donde no viene nadie, como no sean caballeros de fortuna, Silver hubiera izado la Jolly Roger, puedes estar seguro. No, ésos son los tuyos. Ha habido refriega, además, y me figuro que han llevado la mejor parte; y aquí están en tierra, en la vieja estacada que hizo Flint hace ya muchos años. ¡Ese Flint sí que era un hombre con cabeza! Quitando el ron, nunca se vio quien pudiera ponerse a su altura. No tenía miedo de nadie; no sabía lo que era el miedo, a no ser de Silver...; Silver era tan cortés y taimado...
    Bueno -contesté, puede ser, y ojalá que así sea. Razón de más para que me dé prisa y me una enseguida a los míos.
     No, compañero -replicó Ben-, no hagas eso. Tú eres un buen chico, si no me engaño; pero un chico nada más, después de todo. Ben Gunn se va a largar. Ni por ron se metería allá dentro, donde tú vas; no, ni siquiera por ron, hasta que yo vea a tu caballero y se comprometa, con su palabra de honor. Y no te olvides de mis palabras: «Muchísima más», eso es lo que le tienes que decir, «muchísima más confianza». Y entonces le pellizcas.
     Y me pellizcó por tercera vez con el mismo aire de perspicaz marrullería.
    Y cuando se necesite a ben Gunn, ya sabes dónde encontrarlo, Jim. En el mismo lugar en que lo encontraste hoy. Y el que venga ha de traer algo blanco en la mano y tiene que venir solo. ¡Ah! Y has de decir esto:«Ben Gunn», les dices, «tiene sus razones».
     Bueno -le dije-, me parece que entiendo. Tienes algo que proponer y quieres ver al squire o al doctor y pueden hallarte donde yo te encontré. ¿Algo más?
     Y, ¿cuándo?, me dirás -añadió-. Pues desde mediodía hasta los seis toques.
     Muy bien -dije-, ¿puedo irme ahora?
    ¿No se te olvidará? -me preguntó, preocupado-. «Muchísima más» y «tiene sus razones», les dices. Razones suyas: ése es el principal estay, de hombre a hombre. Bueno ,pues entonces -continuó, sin soltarme todavía-, me parece que te puedes ir. Y Jim, si te encontraras con Silver, ¿no traicionarías a Ben Gunn? ¿No te harían cantar con la tortura? No, me dirás. Y si esas piratas acampan en tierra, Jim, ¿qué dirías tú si hubiera viudas por la mañana?
     Al llegar allí lo interrumpió una fuerte detonación, y una bala de cañón, abriéndose paso por entre los árboles, se hundió en la arena a menos de cien varas de donde estábamos hablando. Un momento después los dos corrimos en direcciones opuestas.
     Durante una hora larga frecuentes detonaciones hicieron trepidar la isla, y las balas siguieron pasando con grandes chasquidos por entre el boscaje. Fui corriendo de un escondite a otro, perseguido siempre, o tal vez me parecía a mí, por aquellos aterradores proyectiles. Pero hacia el final del bombardeo empecé a recobrar ciertos ánimos, aunque todavía no osaba aventurarme en dirección a la estacada, donde las balas caían con más frecuencia. Dando un gran rodeo hacia el este, fui bajando cautelosamente por entre el arbolado de la costa.

Robert L. Stevenson, La isla del tesoro, Barcelona, Vicens Vives, Aula de Literatura, 2006, págs. 145-147
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez, Primero de Bachillerato, curso 2015-2016.

El sueño de una noche de verano, William Shakespeare

                                                 ACTO PRIMERO
                                                  Escena primera


    Teseo.- No está lejos, hermosa Hipólita, la hora de nuestras nupcias, y dentro de cuatro felices días principiará la luna nueva: pero, ¡ah!, ¡con cuánta lentitud se desvanece la anterior! Provoca mi impaciencia como una suegra o una tía que no acaba de morirse nunca y va consumiendo las rentas del heredero.
    Hipólita.- Pronto declinarán cuatro días en cuatro noches, y cuatro noches harán pasar rápidamente en sueños el tiempo; y entonces la luna, que parece en el cielo un arco encorvado, verá la noche de nuestras solemnidades.
    Teseo.- Ve, Filóstrato, a poner en movimiento la juventud ateniense y prepararla a las diversiones: despierta el espíritu vivaz y oportuno de la alegría, y quede la tristeza relegada a los funerales. Esa pálida compañera no conviene a nuestras fiestas. (Sale Filóstrato.) Hipólita, gané tu corazón con mi espada,causándote sufrimientos; pero me desposaré contigo de otra manera: en la pompa, el triunfo y los placeres. (Entran Egeo, Hermia, Lisandro y Demetrio.)
    Egeo.- Felicidades a nuestro afamado duque Teseo.
    Teseo.- Gracias, buen Egeo. ¿Qué nuevas traes?
    Egeo.- Lleno de pesadumbre vengo a quejarme contra mi hija Hermia. Avanzad, Demetrio. Noble señor, este hombre había consentido en casarse con ella... Avanzad, Lisandro. Pero éste, bondadoso duque, ha seducido el corazón de mi hija. Tú Lisandro, tú le has dado rimas y cambiado con ella presentes amorosos: has cantado a su ventana las noches de la luna con engañosa voz versos de fingido afecto, y has fascinado las impresiones de su imaginación con brazaletes de tus cabellos, anillos, adoranos, fruslerías, ramilletes, dulces y bagatelas, mensajeros que las más veces prevalecen sobre la inexperta juventud; has extraviado astutamente el corazón de mi hija y convertido la obediencia que me debe en ruda obstinación. Así, mi benévolo duque, si aquí en presencia de vuestra alteza consiente en casarse con Demetrio, reclamo el antiguo privilegio de Atenas: siendo mía, puedo disponer de ella, y la destino a ser esposa de este caballero o a morir según la ley establecida para este caso.
    Teseo.- ¿Qué decís, Hermia? Tomad consejo, hermosa doncella. Vuestro padre debe ser a vuestros ojos como un dios. Él es autor de vuestras bellezas, sois como una forma de cera modelada por él, y tiene el poder de conservar o de borrar la figura. Demetrio es un digno caballero.
    Hermia.- También lo es Lisandro.
    Teseo.- Lo es en sí mismo; pero faltándole en esta coyuntura el apoyo a vuestro padre, hay que considerar como más digno el otro.



William Shakespeare, El sueño de una noche de verano, Madrid, Edaf, ed. 222, 1997
Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, curso 2015-2016