lunes, 25 de noviembre de 2013

En el camino, Jack Kerouac

       Caminé hasta Sabinal autopista abajo comiendo nueces negras de un nogal. Me dirigí a las vías del tren y seguí por ellas haciendo equilibrios. Pasé por delante del depósito de agua y de una fábrica. Era el final de algo. Fui a la oficina de telégrafos de la estación en busca de mi giro de Nueva York. Estaba cerrada. Lancé un juramento y me senté en las escaleras a esperar. El que vendía los billetes me invitó a entrar. El dinero había llegado; mi tía me había salvado de nuevo.
       -¿Quién cree usted que ganará el campeonato mundial este año?- dijo el viejo y flaco empleado. De repente, comprendí que había llegado el otoño y regresaba a Nueva York.
       Caminé de nuevo por las vías a la triste luz de octubre del valle, con la esperanza de que pasara un tren de carga y unirme así a los vagabundos que comían uvas y leían tebeos. No pasó ningún tren. Bajé hasta la autopista y me recogieron enseguida. Fue el más rápido y estimulante trayecto de toda mi vida. El conductor era un violinista de una orquesta californiana de vaqueros. Tenía un coche último modelo y corría a ciento treinta por hora.
       -No bebo cuando conduzco- dijo, tendiéndome una botella. Tomé un trago y se la pasé-. ¡Qué coño!- añadió, y bebió.
       Cubrimos la distancia de Sabinal a LA en el tiempo asombroso de cuatro horas justas para los cuatrocientos kilómetros. Me dejó exactamente delante de la Columbia Pictures de Hollywood; tuve el tiempo justo de entrar y recoger mi guión rechazado. Entonces compré un billete de autobús hasta Pittsburgh. No tenía bastante dinero para ir hasta Nueva York. Ya me preocuparía de ello cuando llegara a Pittsburgh.
       Como el autobús salía a las diez, tenía cuatro horas para recorrer Hollywood solo. Primero compré una hogaza de pan y salchichón y me hice diez emparedados para mantenerme durante el camino. Me quedaba un dólar. Me senté en la valla de cemento de un aparcamiento y me hice los emparedados. Mientras llevaba a cabo esta absurda tarea, grandes haces de focos de un estreno de Hollywood surcaban el cielo, el susurrante cielo de la Costa Oeste. A mi alrededor oía los ruidos de esta frenética ciudad de la costa de oro. Y a esto se redujo mi carrera en Hollywood... Era mi última noche en Hollywood, y estaba extendiendo mostaza sobre pan en la parte trasera de un aparcamiento.


Jack Kerouac, En el camino, ed. Anagrama, col. Compactos, Barcelona, 2004, páginas 123-124. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain

Capítulo XVIII


         Aquél era el gran secreto de Tom: la idea de regresar con sus compañeros en piratería y asistir a sus propios funerales. Habían remado hasta la orilla del Missouri, a horcajadas sobre un tronco, al atardecer del sábado, tomando tierra a cinco o seis millas más abajo del pueblo; habían dormido en los bosques, a poca distancia de las casas, hasta la hora del alba, y entonces se habían deslizado por entre callejuelas desiertas y habían dormido lo que les faltaba de sueño en la galería de la iglesia, entre un caos de bancos perniquebrados.
          Durante el desayuno, el lunes por la mañana, tía Polly y Mary se deshicieron en amabilidad con Tom y en agasajarle y servirle. Se habló mucho, y en el curso de la conversación dijo tía Polly:
                -La verdad es que no puede negarse que ha sido un buen bromazo, Tom, tenernos sufriendo a todos casi una semana, mientras vosotros lo pasabais en grande, pero ¡qué pena que hayas tenido tan mal corazón para dejarme sufrir a mí de esa manera! Si podías venirte sobre un tronco para ver tu funeral, también podías haber venido y haberme dado a entender de algún modo que no estabas muerto, sino únicamente de escapatoria.
              -Sí, Tom, debías haberlo hecho -dijo Mary-, y creo que no habrías dejado de hacerlo si llegas a pensar en ello.
                  -¿De veras, Tom? -dijo tía Polly con expresión de viva ansiedad-. Dime, ¿lo hubieras hecho si llegas a acordarte?
                  -Yo..., pues no lo sé. Hubiera echado todo a perder.
                  -Tom, creí que me querías siquiera para eso -dijo la tía con dolorido tono, que desconcertó al muchacho-. Algo hubiera sido el quererme lo bastante para pensar en ello, aunque no lo hubieses hecho.

La señora del perrito y otros cuentos, Anton Chejov

LA SEÑORA DEL PERRITO


        Se decía que en el paseo marítimo había aparecido una cara nueva: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que llevaba quince días en Yalta y era ya de los habituados, empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Sentado en el restaurante de Vernet, vio pasar por la explanada a una señora joven, rubia, de mediana estatura y tocada de boina. Tras ella corría un perrito de Pomerania blanco. Más tarde tropezó con ella varias veces al día en el jardín municipal y en la glorieta. Paseaba sola, siempre con la misma boina y con el perro blanco. Nadie sabía quien era y la llamaban sencillamente "la señora del perrito".
       "Si está aquí sin el marido y no tiene amistades -pensaba Gurov-, valdría la pena trabar conocimiento con ella".
       Gurov no había llegado todavía a la cuarentena, pero tenía ya una hija de doce años y dos hijos en la escuela secundaria. Le habían casado temprano, cuando aún estaba en el segundo año de universidad, y ahora su mujer parecía tener veinte años más que él. Era alta, tiesa, de cejas oscuras, grave, altanera y, como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba una ortografía abreviada en sus cartas y llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri. Él, allá en sus adentros, la tenía por necia, angosta en su espíritu y desaliñada. Le tenía miedo y no gustaba de quedarse en casa. Ya hacía tiempo que la engañaba, la engañaba a menudo y quizá por ello decía pestes de las mujeres. Cuando en su presencia se hablaba de ellas exclamaba:
       -Son una raza inferior.
      Creía que la amarga experiencia le había enseñado lo bastante para llamarlas lo que le viniera en gana; y, sin embargo no hubiera podido vivir dos días sin la"raza inferior". En compañía de hombres se aburría, se encontraba a disgusto, era frío e incomunicativo; pero cuando estaba con mujeres se sentía libre, sabía qué decirles y cómo comportarse. Le era fácil incluso guardar silencio ante ellas. En su aspecto, en su carácter, en toda su persona, había algo inasible y atrayente que subyugaba y seducía a las mujeres. Él lo sabía y, a su vez, se sentía arrastrado hacia ellas por una fuerza desconocida.

 La señora del perrito y otros cuentos, Anton Chéjov. Capítulo décimo. Editorial: Alianza, Madrid, 1995, páginas  169 y 170. Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín. Curso: Segundo de bachillerato.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Aventuras de Robinsón Crusoe, Defoe_Daniel

       Comencé a observar el movimiento regular de cada estación lluviosa o seca, y aprendí a preverlas y a tomar las precauciones necesarias; pero ese estudio me costó caro,y lo que voy a referir es una de las experiencias que me desanimó más. He dicho ya que había conservado un poco de cebada y arroz que había crecido de un modo casi milagroso; poco más o menos, tendría unas treinta espigas de arroz y unas veinte de cebada. Creí que pasada la estación de las lluvias sería el momento propicio para sembrar, entrando el Sol en el solsticio de verano y alejándose de mí.
       Cavé,pues, del mejor modo que pude y supe con mi azadón de madera un tozo de tierra, en la cual hice dos divisiones, y empecé a sembrar el grano. Afortunadamente, en medio de la operación se me ocurrió que sería conveniente no sembrarlo todo en primera vez, pues ignoraba cuál fuera estación más propia para la siembra; no aventuré, pues, más que las dos terceras partes de mi grano, reservando poco más de un puñado de cada especie.
       Fue una sabía precaución. De todo lo que había sembrado no germinó ni un solo grano, porque los meses siguientes formaban parte de la estación seca, y se hallaba la tierra privada de agua, y faltó la humedad necesaria para germinar la semilla. Nada, pues, germinó entonces ; pero cuando vino la estación lluviosa, vi crecer aquellos granos como si acabase de sembrarlos.
      Viendo que mi primera siembra había tenido mal éxito, y comprendiendo que la sequía era la única causa,busqué un terreno húmedo para hacer un segundo ensayo. Cavé una pieza de de tierra cerca de mi tienda, y sembré el resto del grano en el mes de febrero, un poco antes del equinoccio de primavera. Esta siembra, humedecida con las aguas de marzo y abril, salió perfectamente, y dio muy buena cosecha ; pero como había empleado no más que una parte de la semilla que tenía en reserva, no queriendo aventurarla toda, recogí no más que una pequeña cosecha, cerca de un celemín mitad de arroz y mitad de cebada. Por lo demás, aquella prueba me había hecho muy experto en la materia : yo sabía ya cuando era necesario sembrar, y había descubierto que podía hacer en el año dos siembras y dos recolecciones.





 Daniel Defoe, Aventuras de Robinsón Crusoe. Cápitulo VII. Espasa-Calpe, Madrid, 1981, páginas 98-99. Seleccionado por Laura Tovar García, segundo de bachillerato,curso 2013-2014.

Almas muertas, Nikolai Gogol

       Durante este tiempo Chíchikov tuvo el placer de experimentar los agradables minutos que todos los viajeros conocen, cuando la maleta está hecha y el suelo queda lleno de cuerdas, papeles y basura, cuando uno no pertenece ni al camino ni al lugar en que se encuentra, cuando ve por la ventana a las gentes que pasan hablando de sus pequeños asuntos, levantan la vista con una estúpida curiosidad, lo miran y siguen adelante, circunstancia ésta que aumenta el mal humor del pobre viajero que no viaja.
       A uno le repugna todo lo que ve: la tienda de la otra acera, la cabeza de la vieja de la casa de enfrente, que se acerca a la ventana de menguadas cortinillas, pero no se aparta. Sigue mirando, ya sin darse cuenta de lo que ve, ya con una atención embotada, mira lo que se mueve y aplasta furioso una mosca que zumba y da golpes contra el cristal.
       Pero todo tiene su fin, y así llegó el momento deseado. Todo estaba dispuesto: la delantera del coche había sido arreglada, la rueda reforzada con una llanta nueva y los caballos abrevados; los bandidos de los herreros se marcharon, contando el dinero recibido y deseándole un buen viaje. El coche fue enganchado, colocaron en él dos hogazas recién salidas del horno que acababan de comprar, Selifán guardó algo en la bolsa del pescante y, por último, nuestro héroe subió al coche despedido por el mozo de la fonda, vestido con su eterna levita de bocací, por los demás criados de la fonda y los sirvientes y cocheros de otros señores, gente que siempre aprovechaba la ocasión para asistir al espectáculo de la salida de un vehículo, y el coche aquel, del tipo como el que suelen emplear los solterones, que tanto tiempo se había detenido en la ciudad, y que acaso haya cansado al lector, salió del portal de la fonda. <<¡Gracias a Dios!>>, pensó Chíchikov, persignándose.


       Gógol, Almas muertas, ed. RBA, col. Historia de la Literatura, Barcelona, 1994, pag 196. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

El grillo del hogar, Dickens_Charles

       El reloj holandés del rincón daba las diez cuando el recado tomaba asiento junto a la chimeneas de su casa. Estaba tan turbado y tan lleno de aflicción y de congoja que pareció asustar al cuco, el cual, abreviando sus diez melodiosos avisos todo lo posible, volvió precipitadamente al interior de su palacio moruno y cerró de golpe tras él su puertecilla, como si el inusitado espectáculo fuera algo demasiado fuerte para sus sentimientos.
       Si el segadorcito hubiera estado armado con la más afilada de las guadañas y hubiera llegado en cada envite al corazón del recadero, jamás se lo habría partido y herido como Dot lo había hecho.
       Porque era un corazón tan lleno de amor por ella, tan ligado y unido a ella por innumerables hilos de recuerdos cautivadores, forjado en la demostración cotidiana de sus muchas cualidades de mujer hacendosa; un corazón en el que ella había entronizado tan dócil, tan puro y tan sincero en su Verdad, tan firme en el bien, tan flojo para el mal, que al principio no fue capaz de abrigar sentimientos pasionales ni de venganza, y sólo había sitio en él para albergar la quebrantada imagen de su ídolo.
       Pero luego, lenta, muy lentamente, sentado el recadero al borde de su hogar, ahora frío y oscuro, con sus cavilaciones empezaron a surgir en su alma otros pensamientos más violentos, como un viento enfurecido que se levanta en la noche. El forastero estaba allí mismo, bajo su propio techo ultajado. Tres pasos le llevarían  ante la puerta de su cuarto. De un solo golpe la echarían abajo."Podríais perpetrar un asesinato antes de daros cuenta", había dicho Tackleton.¿Cómo iba a ser un asesinato, si le daba al canalla la oportunidad de enzarzarse con él a brazo partido, y si de los dos, era el otro más joven?
       Era una idea inoportuna, mala para el humor tétrico que lo dominaba. Una idea inesperada por la cólera, acicate para un acto de venganza que transformaría la casa, tan alegre hasta entonces, en un lugar maldito que evitarían de noche los viandantes solitarios, por miedo a las apariciones, y donde los más medrosos verían sombras peleando en las ruinosas ventanas cuando palideciera la luna, y oirían ruidos estremecedores en medio de la tempestad.
       ¡El otro era el más joven! Sí, claro; algún galán que había conquistado el corazón que él, en cambio, jamás había conmovido. Algún galán que la había enamorado en su juventud, objeto de sus pensamientos y de sus sueños y por el que había venido suspirando y suspirando, mientras él imaginaba tan feliz a su lado. ¡Qué tortura pensarlo!



Charles Dickens, El grillo del hogar. Tercer canto del grillo, Acento Editorial, Madrid, 1998, páginas 101-103. Seleccionado por: Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.

lunes, 4 de noviembre de 2013

El sabueso de los Baskerville "Capítulo VI: La mansión de los Baskerville", Arthur Conan Doyle

  El día señalado, Sir Henry Baskerville y el doctor Mortimer estaban listos para emprender viaje y, tal como habíamos convenido, salimos los tres camino de Devonshire. Sherlock Holmes me acompañó a la estación y antes de partir me dio las últimas instrucciones y consejos.       -No quiero influir sobre usted sugiriéndole teorías o sospechas, Watson. Limítese a informarme de los hechos de la manera más completa posible y deje para mi las teorías.
       -¿Qué clase de hechos? -pregunté yo.
       -Cualquier cosa que pueda tener relacion con el caso, por indirecta que sea, y sobre todo las relaciones del joven Baskerville con sus vecinos, o cualquier elemento nuevo relativo a la muerte de Sir Charles. Por mi parte he hecho algunas investigaciones en los últimos días, pero mucho me temo que los resultados han sido negativos. Tan sólo una cosa parece cierta, y es que el señor James Desmond, el próximo heredero, es un caballero virtuoso de edad avanzada, por lo que no cabe pensar en él como responsable de esta persecución. Creo sinceramente que podemos eliminarlo de nuestros cálculos. Nos quedan las personas que en el momento presente conviven con Sir Henry en el páramo.
       -¿No habría que librarse en primer lugar del matrimonio Barrymore?
       -No, no; eso sería un error imperdonable. Si son inocentes cometeríamos una gran injusticia y si son culpables estaríamos renunciando a toda posibilidad de demostrarlo. No, no; los conservaremos en nuestra  lista de sospechosos. Hay además un mozo de cuadra en la mansión,si no recuerdo mal. Tampoco debemos olvidar a los dos granjeros que cultivan las tierras del páramo. Viene a continuación nuestro amigo el doctor Mortimer, de cuya honradez estoy convencido, y su esposa, de quien nada sabemos. Hay que añadir a Stapleton, el naturalista, y a su hermana quien, según se dice, es una joven muy atractiva. Luego está el señor Frankland, de la mansión Lafter, que también es un factor desconocido, y uno o dos vecinos más. Ésas son las personas que han de ser para usted objeto muy especial de estudio.
       -Haré todo lo que esté en mi mano.
       -¿Lleva usted algún arma?
       -Sí, he pensado que sería conveniente.
       -Sin duda alguna. No se aleje de su revólver ni de día ni de noche y manténgase alerta en todo momento.
       Nuestros amigos ya habían reservado asientos en un vagón de primera clase y nos esperaban en el andén.


Athur Conan Doyle, El sabueso de los Baskerville. Capítulo sexto, La mansión de los Baskerville, Editorial: Vincens Vives, Barcelona, 2007, páginas  71 y 72.
Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín, curso segundo bachillerato

Alicia en el país de las maravillas, Lewis Carroll

Capítulo VII
       La liebre de Marzo y el Sombrero estaban tomando el té frente a la casa, enle el ofrecérmelo>> una mesa dispuesta bajo un árbol; sin cuidado alguno apoyaban sus codos sobre un lirón que dormía profundamente entre ellos y hablaban sin más por encima de su cabeza.
       "¡Qué incómodo estará ese lirón!", penso Alicia. "Aunque quizás, como está dormido, no le importe demasiado"
       La mesa era bien grande, y, sin embargo, los tres se habían agrupado muy juntos en torno a una esquina. "¡No hay sitio! ¡No hay sitio!", se pusieron a vociferar apenas vieron que Alicia se les acercaba. "¡Hay sitio de sobra!", replicó Alicia indignada sentándose en una amplia butacona que estaba arrimada a un lado de la mesa.
       "¿Te apetece un poco de vino?>>, insinuó meliflua la Liebre de Marzo. Alicia miró por toda la mesa sin ver más que té, por lo que observó: "No veo ese vino por ninguna parte".
       "No lo hay", replicó enseguida la Liebre de Marzo.
       "Entonces, no ha sido nada amable el ofrecérmelo", dijo Alicia enojada.
       "Tampoco lo ha sido sentarse a esta mesa sin haber sido invitada", repuso la Liebre.
       "¡Cualquiera diría que la mesa fuera sólo para ustedes!", dijo Alicia. "Puedo ver que está puesta para muchas más de tres personas".



Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, Capítulo VII, Alianza Editorial, página 145 y 146. Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.

Los compañeros de Livingstone, Nadine Gordimer

       Se estaba convirtiendo en una costumbre abrir los Diarios de Livingstone al azar antes de caer profundamente dormido. Ahora que estoy a punto de iniciar otro viaje a África me siento absolutamente entusiasmado: cuando uno viaja con el objetivo específico de mejorar las condiciones de vida de los nativos, todos los actos se ennoblecen. El calor de la tarde le hizo pensar esta vez en mujeres, y renunció a su siesta porque creía que este tipo de sueños no eran tanto un rasgo de adolescente como -mucho peor- un síntoma de envejecimiento. Se estaba volviendo... demasiado viejo para disfrutar de pausas como ésta, de tiempo libre. Si no estaba preocupado por la siguiente cosa que tenía que emprender no sabía qué hacer. Su mente derivó hacia la muerte, las tumbas que su cuerpo no iba a tomarse la molestia de visitar. Este cuerpo que pensaba en las mujeres; este cuerpo que no había cambiado. Fue este cuerpo el que lo llevó de vuelta al lago, recio y vigoroso, enrojecido por el sol hasta el vello negro que brillaba en su vientre.
       El sol estaba alto en mitad de una espléndida tarde. En media hora se le escaparon tres peces y empezó a sentirse desafiado. Cada vez que bueceaba más allá de cinco o seis metros le dolían los oídos mucho más que nunca en el mar. Falta de entrenamiento, sin duda. Y las aletas y las gafas prestadas por el hotel no eran exactamente de su medida. Las gafas dejaban filtrar agua a cada inmersión, y tenía que subir rápido a la superficie, con el agua hasta la nariz. Empezó a flotar sin rumbo fijo, sin bucear, trazando círculos alrededor de los enormes peñascos con sus empinados y pulidos flancos como troncos de árbol petrificados. 


Nadine Gordimer, Los compañeros de Livingstone, ed. Ediciones Primera Plana, col. Biblioteca de Literatura Universal, Barcelona, 1993, pag 31-32. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.