lunes, 21 de octubre de 2013

Cartas de mi molino, Alphonse Daudet

       
 LAS NARANJAS.


En París, las naranjas tienen el desolado aspecto de los frutos caídos, recogidos bajo el árbol. En la época en que llegan, en pleno invierno lluvioso y frío, su deslumbrante cortezay su perfume, que se ve exagerado en estos países de sabores apagados, les dan un aspecto exótico, algo bohemio. En los atardeceres brumosos se extienden tristemente a lo largo de las aceras, apiladas en los carricoches ambulantes, al fulgor mortecino de un farolillo de papel rojo. Un grito monótono y agudo las escolta, perdido entre la circulación de los coches y el fragor de los ómnibus:
       "¡A dos perras la de Valencia!"
       Para las tres cuartas partes de los parisienses ese fruto cosechado lejos, trivial en su redondez, que no conserva del árbol más que un delgado rabillo verde, está estrechamente relacionado con las golosinas y dulces. El papel de seda que le envuelve y las fiestas en las que se le encuentra contribuyen a esta impresión. Al acercarse enero especialmente, los millares de naranjas diseminadas por las calles, todas esas cortezas arrastrándose en el barro de las cunetas, nos sugieren un gigantesco árbol de Navidad que hubiera sacudido sobre París sus ramas cargadas de frutos artificiales. No hay un solo rincón donde no se las encuentre. En las claras vitrinas de los escaparates, seleccionadas y colocadas en orden: en las puertas de las prisiones y hospicios, entre los paquetes de bizcochos y los montones de manzanas; a la entrada de los bailes y espectáculos domingueros. Y su exquisito perfume se mezcla con el olor a gas, el ruido de la charanga y el polvo de las banquetas del gallinero. Acabamos olvidando que son necesarios los naranjos para la producción de naranjas, ya que mientras que el fruto nos llega directamente de las regiones meridionales en remesas de cajas, el árbol, podado, transformado, disfrazado, del tibio invernadero en el que pasa el invierno, no hace más que una fugaz aparición al aire libre de los jardines públicos.
      

  Alphonse Daudet, Cartas a mi molino. Capítulo vigésimo primero, Las Naranjas, Editorial: Magisterio Español, Madrid, 1976, páginas  138-139.
Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín, curso segundo bachillerato

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