jueves, 3 de mayo de 2012

El libro de las tierras vírgenes, Rudyard Kipling

Los hermanos de Mowgli

Eran las siete de una calurosa tarde en las colinas de Seeonee, cuando papá lobo despertó de su sueño diurno, rascóse, bostezó y estiró las patas una tras otra para quitarse de encima la pesadez que en ellas sentía aún. Mamá Loba estaba echada, caído el grande hocico de color gris sobre sus cuatro vacilantes y chillones lobatos, mientras la luna brillaba a la entrada de la caverna donde todos ellos vivían.
-¡Augr! -dijo el lobo padre.- Ya es hora de volver a cazar.- E iba a lanzarse por la ladera cuando una sombra, no muy voluminosa y provista de espesa cola, atravesó el umbral y exclamó con plañidera voz:
-¡Buena suerte, Jefe de los lobos, y que no sea peor la de tus nobles hijos! ¡Buenos dientes les crezcan y que jamás se les olvide el tener hambre en este mundo!
Quien así hablaba era el chacal (Tabaqui, el lameplatos), y los lobos en la India desprecian a Tabaqui porque anda siempre enredado de un lado a otro, metiendo chismes, comiendo andrajos y pedazos de cuero de los montones de basura que hay en las calles de los pueblos. Pero aunque le desprecien le temen, porque Tabaqui, más que nadie en la selva toda, tiene propensión a perder la cabeza y entonces se olvida de que jamás haya tenido miedo y corre por la espesura mordiendo cuanto encuentra al paso. Hasta el tigre se esconde cuando Tabaqui se vuelve loco, porque la locura es lo más deshonroso que puede ocurrirle a un animal salvaje. Nosotros le damos el nombre de hidrofobia, pero ellos le llaman dewanee (la locura) y huyen al decirlo.
-Bueno; entra y busca- dijo papá Lobo-; pero te advierto que aquí no hay comida.
-Para un lobo no- contestó Tabaqui-, mas para un pobrecillo como yo hasta un hueso es exquisito banquete. ¿Quiénes somos nosotros, los Gidurg-log (el pueblo chacal), para andar escogiendo?
Dirigióse a toda prisa hacia el fondo de la caverna, donde halló un hueso de gamo con algo de carne adherida a él, y se puso a romperlo alegremente.
-Muchísimas gracias para tan buena comida- dijo relamiéndose-. ¡Qué hermosos son tus nobles hijos! ¡Qué ojazos tienen! ¡Y a pesar de ser tan jovencitos! Por más que, verdaderamente, no debiera extrañarme, con sólo recordar que los hijos de los reyes son ya hombres desde que nacen.
Excusado es decir que Tabaqui sabía, tan bien como cualquiera, que nada hay tan inoportuno como elogiar a los niños estando ellos delante, y que le divertía en extremo el ver en situación embarazosa, no sólo a mamá Loba, sino también al papá.
Tabaqui se quedó inmóvil gozándose en el daño que había causado, y luego añadió  con aire de despecho:
-Shere Khan el Grande ha cambiado, según me ha dicho, en estas colinas.
Shere Khan era el tigre que vivía cerca del río Waingunga, a cinco lenguas de distancia.
-No tiene ningún derecho a ello- protestó enojado papá Lobo-. Según la ley de la Selva, no puede cambiar de lugar sin advertirlo debidamente. Va a asustar toda la caza en dos leguas y media a la redonda, y yo... yo he de trabajar doble en esos casos.
-Por algo le llamó su madre Lungri (el Cojo) -dijo mamá Loba en voz baja-: es cojo de nacimiento. Por eso no ha podido matar nunca más que ganado. Ahora, los campesinos de Waigunga lo persiguen y se ha venido aquí a molestar a los nuestros . Revolverán la selva en busca de él cuando estará ya lejos, pero nosotros y nuestros hijos tendremos que huir cuando peguen fuego a la maleza. ¡Te aseguro que le estamos muy agradecidos a Shere Khan!
-¡Fuera de aquí!- replicó enfadado papá Lobo-.
¡Fuera de aquí y vete a cazar con tu amo! Ya has hecho bastante daño por esta noche.



(Rudyard Kipling, El libro de las tierras vírgenes, Madrid, Alianza Editorial, 1993, págs 9-11. Seleccionado por Olga Domínguez Martín, curso 2011-2012, Segundo de Bachillerato)

El viejo y el mar, Ernest Hemingway

     En la oscuridad el viejo podía sentir venir la mañana y mientras remaba oía el tembloroso rumor de los peces voladores que salían del agua y el siseo que sus rígidas alas hacían surcando el aire en la oscuridad. Sentía una gran atracción por los peces voladores que eran sus principales amigos en el océano.Sentía compasión por las aves, especialmente las pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar que andaban siempre volando y buscando y casi nunca encontraban, y pensó: las aves llevan una vida más dura que nosotros, salvo las de rapiña y las grandes y fuertes. ¿Por qué habrán hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas de mar cuando el océano es paz de tanta crueldad? El mar es dulce y hermoso. Pero puede ser cruel, y esos pájaros que vuelan picando y cazando, con sus tristes vocecillas son demasiado delicados para la mar.
     Decían siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban altos, empleaban el artículo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como de un contendiente o de un lugar, o aun un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al genero femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.
Remaba firme y seguidamente y no le costaba un esfuerzo excesivo porque se mantenía en su límite de velocidad y la superficie del océano era plana, salvo por los ocasionales remolinos de la corriente. Dejaba que la corriente hiciera un tercio de su trabajo y cuando empezó a clarear vio que se hallaba ya más lejos de lo que había esperado estar a esa hora.
     Antes de que se hiciera realmente de día había sacado sus carnadas y estaba derivando con la corriente. Un cebo llegaba a una profundidad de cuarenta brazas. El segundo a sesenta y cinco y el tercero y el cuarto descendían allá hasta el agua azul a cien y ciento veinticinco brazas.
     Cada cebo pendía cabeza abajo con el asta o tallo del anzuelo dentro del pescado que servía de carnada, sólidamente cosido y amarrado; toda la parte saliente del anzuelo, la curva y el garfio, estaba recubierta de sardinas frescas. Cada sardina había sido empalada por los ojos, de modo que hacían una semiguirnalda en el acero saliente. No había ninguna parte del anzuelo que pudiera dar a un gran pez la impresión de que no era algo sabroso y de olor apetecible.

     Ernest Hemingway, El viejo y el mar, Madrid, ed. Booket, año 1997, págs. 29-32.
Seleccionado por Luis Francisco Galindo Cano, curso 2011-2012, segundo de bachillerato