jueves, 15 de diciembre de 2011

Las mil y una noches, Anónimo

        Llegada la noche, Dinasad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada:
Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido:
       Después de manifestar la voluntad de que fuera su madre quien lo enterrara, se desmayó, permaneciendo inconsciente un buen rato. Pero ya había recobrado el conocimiento cuando oímos que una doncella recitaba lo siguientes versos:

Después de gozar de amor y felicidad,
la separación dolor nos ha traído
Estar juntos, y separados luego,
no puede más que destrozar amantes.

Mejor es el breve momento de la muerte
que los largos días de distanciamiento.

Aunque Dios a todos los amantes reúne,
de mí se ha olvidado y en ansia vivo.

       Casi sin darme cuenta, la doncella acabó el poema el mismo momento que Nuraddín Alí ben Bakkar hacía un estertor y su alma abandonaba el cuerpo. Yo mismo amortajé el cadáver y dejé que nuestro anfitrión lo custodiara.
       Dos días después, emprendíel camino de regreso a Bagdag. Mi obligación era dirigirme , tan pronto como me fuera posible, a casa de Nuraddín Alí ben Bakkar. Y así lo hice. Los sirvientes me recibieron con gran para bien, pero yo tenía intención de hablar con la madre de Nuraddín Alí inmediatamente y pedí el permiso correspondiente. La mujer me recibió con cortesí y me invitó a sentarme.
     -Qué Dios Excelso os tenga de su mano -le dije, al poco rato-. Dios es quien dicta el destino de todos nosotros, y nadie puede eludir lo que Él dispone.
     -Me estáis diciendo que mi hijo ha muerto, ¿no es así? -me dijo mientras lloraba amargamente.



Divina Comedia, Dante Alighieri

      Llega el poeta a la puerta del Infierno, y lee una pavorosa inscripción que sobre ella había. Entra, precedido de su buen Maestro, y ve en el vestíbulo el castigo de los negligentes, que jamás vivieron para cosa del mundo. Acércase al Aqueronte, donde está el barquero infernal pasando las almas de los condenados; y deslumbrado allí por un rayo de vivísima luz, cae en profundo sueño.
Por mí se llega a la ciudad del llanto;
Por mí a los reinos de la eterna pena,
Y a los que sufren inmortal quebranto.
Dictó mi Autor su fallo justiciero
Y me creó con su poder divino,
Su supremo saber y amor primero,
Y como no hay en mí fin ni mudanza,
Nada fue antes que yo, sino lo eterno...
Renunciad para siempre a la esperanza.


       Estas palabras vi escritas con letras negras sobre una puerta,y exclamé:- Maestro, me espanta lo que dice ahí.- Y él,como quien sabía la causa de mi terror, respondió:- Aquí conviene no abrigar temor alguno; conviene que no desmaye el corazón. Hemos llegado al sitio que te había dicho, donde verás las almas acongojadas de los que han perdido el don de la inteligencia: Y después, asiéndome de la mano, con alegre semblante, que reanimó mi espíritu, me introdujo en aquella mansión recóndita.
     En medio de las tinieblas que allí reinaban, se oían ayes, lamentos y profundos aullidos, que desde luego me enternecieron. La diversidad de hablas y horribles imprecaciones, los gemidos de dolor, los gritos de rabia y voces desaforadas y roncas, a las que se unía el ruido de las manos, producían un estrépito, que es el que resuena siempre en aquella mansión perpetuamente agitada, como la arena revuelta a impulso de un torbellino.
       Yo, que me compadecía, sin saber qué fuese aquello, dije:
-Maestro, ¿qué es lo que oigo?, ¿qué gente es esa que tan poseída parece de dolor?- De esa miserable manera, me respondió, se quejan de las tristes almas de los que vivieron sin merecer alabanza ni vituperio. Confundidas están con el ominoso escuadrón de los ángeles que no se rebelaron contra Dios ni le fueron fieles, sino que permanecieron indecisos. Arrojáronlos del cielo para que no manchasen su esplendor, y no fueran admitidos en el profundo Infierno porque no pudieran gloriarse los culpables de tener la misma pena que ellas.
      Y yo repuse:- Maestro, ¿qué aflicción es la suya, que los obliga a lamentarse tanto?- Y él me contestó: -Te lo diré brevemente. Éstos no tienen ni aun la esperanza de morir: su oscura vida es tan abyecta, que cualquiera otra suerte miran con envidia. El mundo no quiere que se conserve memoria alguna de ellos. La Misericordia y la Justicia les dan al olvido. No hablemos más de esos cuidados. Míralos, y pasa adelante.
       Volví en efecto a mirar, y vi una bandera ondeando, la cual corría con tanta velocidad, que me pareció incapaz de todo reposo; y tras ella tal multitud de gente, que nunca hubiera yo creído ser tan grande el número de los que la muerte arrebatara.
       Reconocido que hube a alguno de los que allí iban, miré, y vi la sombra de aquel que por poquedad de ánimo hizo la gran renuncia. Comprendí al punto, y estaba en lo cierto, que aquella turba era la de los imbéciles que se habían hecho despreciables para Dios y para sus enemigos. Estos menguados, que jamás gozaron de la vida, iban desnudos, y se sentían aguijoneados por las moscas y avispas que allí había. De sus picaduras les saltaba al rostro la sangre, que, mezclada con sus lágrimas, era recogida a sus pies por repugnantes gusanos. Y como dirigiese mi vista más allá, descubrí otras almas a la orilla de un gran río; por lo que exclamé: -Maestro, permíteme que sepa quiénes son aquéllos , y qué motivo los obliga a parecer tan solícitos de pasar el río, según alcanzo a ver entre tan escasa claridad.- Eso, me contestó, te manifestaré cuando ataje nuestros pasos la triste orilla del Aqueronte.
      Bajando entonces los ojos, avergonzado, y temiendo que mis preguntas le fuesen enojosas, me abstuve de hablar hasta que llegamos al río. Pero de pronto vimos venir hacia nosotros en una barquilla un viejo de pelo blanco, que gritaba;¡Ay de vosotras, almas perversas! No esperéris jamás ver el cielo. Vengo para trasladaros a la otra orilla, a las tinieblas eternas de fuego y hielo. Y tú, ánima viva, que estás ahí, aléjate de entre esas, que están muertas;. Y como viese que no me movía, añadió; Por otro camino, por medio de otra barca llegarás a la playa, no por aquí. Para llevarte es menester barco más ligero.
       Y Virgilio le dijo: -Carón, no te irrites: así lo quieren allí donde pueden lo que quieren; y no preguntes más.
       Con esto dejaron de moverse las velludas mejillas de barquero de la lívida laguna, que alrededor de los ojos tenía unos círculos de fuego. Mas todas aquellas almas que estaban fatigadas y desnudas, cambiaron de color y empezaron a rechinar los dientes, así que oyeron tan, terribles palabras. Blasfemaban de Dios y de sus padres, de la especie humana, del sitio, el tiempo y el principio de su estirpe y de su nacimiento. Después, llorando a voz en grito, se retiraron todas juntas hacia la maldita orilla que está esperando a todo aquel que no teme a Dios. El demonio Carón, con los ojos como brasas, haciéndoles una señal, iba recogiéndolas a todas y azotando con su remo a las que se rezagaban.        Y a la manera que las hojas de otoño van cayendo una tras otra hasta que las ramas dejan en la tierra todos sus despojos, así la perversa prole de Adán se lanzaba sucesivamente desde la orilla, acudiendo a la seña, como los pájaros al reclamo. De esta suerte iban pasando por las negras aguas; y antes de que arribasen a la orilla opuesta, agolpábase en la parte de acá nueva muchedumbre-
       -Hijo mío, prosiguió entonces el afable Maestro, todos los que mueren bajo la indignación de Dios, concurren aquí de todos los países, y se dan priesa a cruzar el río; porque la Divina justicia, de tal modo los estimula, que su temor se trueca en anhelo. Por aquí no pasa jamás alma de justo, y si Carón se irrita contra ti, ya puedes saber lo que sus palabras significan.
       Esto diciendo, tembló tan fuertemente la sombría llanura, que todavía se me inunda en sudor la frente al recordar mi espanto. De aquella tierra de lágrimas se alzó un viento que despidió un rojizo relámpago; y trastornados por él todos mis sentidos, caí como un hombre aletargado de sueño.


Alighieri Dante, Divina Comedia "Canto III". Seleccionado por Olga Domínguez Martín, curso 2011-2012, segundo de Bachillerato.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Roman de la Rose, Guillaume de Lorris

La edad de Oro

Antes ocurría diferentemente,
pero hoy va todo de mal en peor.
Antes, en los tiempos de nuestros mayores,
en aquellos días que ya transcurrieron
(según el relato expuesto en el libro,
por el cual sabemos lo que sucedía)
los amores eran bellos y leales,
sin codicia alguna y sin interés,
y la vida así era placentera.
Cierto que no había tanta esquisitez
ni en cuanto al vestir ni en cuanto al comer:
solían comer algunas bellotas
en lugar de pan, de carne o pescado,
y también cogían por aquellos bosques,
por aquellos valles, montes y llanuras,
manzanas y peras, nueces y castañas,
moras y membrillos, y también ciruelas,
frambuesas y fresas y bayas de espino,
habas y guisantes y otras muchas clases
de frutas y tallos, raíces y hierbas.
Molían el trigo para hacer harina
y hacían también cosecha de uva,
pero sin pasarla por lagar ni cuba.
La miel discurría por el roble abajo,
que tomar podían en gran abundancia;
saciaban su sed con agua tan sólo,
sin echar en falta más exquisiteces,
ya que ni siquiera sabían del vino.
Entonces la tierra no estaba labrada,
sino que se hallaba cual Dios la creó,
la cual ofrecía sin labor alguna
comida bastante para todo el mundo.
Tampoco pescaban salmones ni lucios.
Cubrían sus cuerpos con cueros velludos,
y también hacían vestidos de lana,
la cual no teñían con hierbas ni granos,
tal como venía de los animales.
Con gran cantidad de diversas plantas,
con hojas y palos y con muchas ramas
solían cubrir chozas y cabañas,
en cuyo interior cavaban el suelo,
y en cuevas y en troncos sólidos y fuertes
y en huecos de robles buscaban refugio
al ver que venía algún vendaval
que les presagiaba una tempestad,
lugares en donde se hallaban seguros.
Llegada la noche, para descansar,
en lugar de camas solían poner
dentro de las chozas algunas gavillas
de hojas y yerbas y musgos suaves.
Y cuando llegaba un mejor oraje,
cuando ya era el tiempo bueno y apacible
y el aire venía suave y tranquilo,
tal como sucede cada primavera,
en cuyas mañanas esos pajarillos
saludan al alba del día que nace
y que les alegra mucho el corazón,
acudían Céfiro y Flora, su esposa,
que es diosa y señora de todas las flores.
Pues las flores nacen gracias a estos dos
y no reconocen como otro señorío,
dado que uno y otro, y conjuntamente,
son quienes se ocupan de echar la simiente
y darles las formas y colorearlas
con esos colores que en ellas se muestran
y que aprecian tanto los enamorados,
con las cuales hacen muy lindas coronas
para regalar a la enamorada
y de esta manera demostrar su amor.
Entonces la tierra se cubre de flores,
las cuales componen un manto muy bello,
que puede observarse por entre las hierbas,
por entre los prados, por entre los árboles.
Pudiera creerse que entonces la tierra
quisiera emprender un bello combate
contra el mismo cielo por más estrellada,
dada la abundancia de flores que muestra.
Y sobre este manto que estoy describiendo,
sin otro interés que el puro placer,
venían a unirse y a entrelazarse
aquellos a quienes urgía el amor,
mientras que los árboles, copudos y espesos,
a modo de velo y de pabellón
sobre ellos echaban sus tupidas ramas
y los protegían del rigor del sol.
Y allí se ponía a hacer la carola,
a jugar y a hacer otras diversiones
toda aquella gente tan afortunada,
que entonces vivía sin otro cuidado
que el de divertirse en todo momento
y el tratarse todos muy amablemente.
Por aquellos días,ningún gobernante
había iniciado sus robos aún.
Entonces la gente era toda igual
y no pretendían tener nada propio.
Muy bien conocían el refrán aquel
(el cual se revela en todo verídico,
puesto que el amor con el señorío
no puede jamás hace compañía,
ni nunca se pueden dar al mismo tiempo)
que dice: < el poder viene a separar>



Guillaume de Lorris, Roman de la Rose.  Jean de Meun, ed. Cátedra, Letras universales, año 1987, págs 267-269. Seleccionado por Olga Domínguez Martín, curso 2011-2012, segundo de Bachillerato.

Cantar de Roldán "CLXII-CLXVIII", Anónimo.

Se ha alejado Roldán., por el campo va solo,
por los valles, buscando por los montes,
Allí encuentra a Gerín, allí encuentra a Gerers,
y encuentra allí también a Gerard de Rosellón el Viejo.
Uno a uno los coge ese barón
y donde el arzobispo los ha traído a todos,
poniéndolos en fila delante de Turpín.
El arzobispo llora, no se puede mover:
levantando la mano, los está bendiciendo,
diciéndoles después: "¡Desgraciados señores!
¡Que todas vuestras almas tenga Dios Glorioso!
¡Las ponga entre las flores del santo paraíso!
Mi propia muerte a mí mucho me está angustiando,
pues no volveré a ver al rico emperador."

Roldán se vuelve a ir a buscar por el campo,
encontrando a Oliveros, su amigo y compañero:
en su pecho lo estrecha, lo abraza fuertemente
y con grandes esfuerzos lo trae al arzobispo.
Sobre el escudo lo echa, junto con los demás,
y el arzobispo allí lo absuelve y lo bendice,
volviendo las palabras de amor y de dolor.
Esto dice Roldán: "Oliveros, amigo,
erais buen hijo vos de ese buen duque Reiner,
que poseyó la marca del Valle de Runers.
En quebrantar las astas y romper los escudos,
así como en vencer y abatir orgullosos
y en servir a los nobles, o bien darles consejos,
en ridiculizar y burlar bravucones,
en la tierra no ha habidos caballero mejor."

Cuando el conde Roldán ve muertos a sus pares,
así como Oliveros, a quien tanto quería,
muy lleno de ternura se puso allí a llorar.
El color de su cara mucho se le demuda
y es tan grande el dolor, que no se tiene en pie:
que quiera o que no quiera, desmayado se cae.
El arzobispo dice: "¡Qué pena de barón!"

Cuando ve el arzobispo a Roldán desmayado
un gran dolor sintió, como nunca lo tuvo.
Ha tenido su mano y coge el olifante:
en Roncesvalles hay un agua que corría,
quiere ir a buscarla para darla a Roldán.
A pasos muy pequeños allí va vacilante,
pero estaba tan débil, que no puede avanzar:
las fuerzas le abandonan, pues perdió mucha sangre.
Antes de haber andado una sola yugada,
le fallaba el corazón y de bruces se cae.
Su muerte ya cercana le va angustiando mucho.

Cuando el conde Roldán recupera el sentido,
en pie se ha levantado, pero con gran dolor.
Observa hacia delante y después hacia atrás:
sobre la verde hierba, junto a sus compañeros,
allí ve cómo yace ese noble barón:
el arzobispo es, el ministro de Dios:
sus pecados confiesa mirando hacia lo alto,
con sus dos manos juntas, elevadas al cielo
está rezando a Dios que le dé el paraíso.
Allí muere Turpín, el guerrero de Carlos.
Por sus grandes batallas, por sus bellos sermones,
siempre contra paganos fuera su campeón.
¡Quiera Dios otorgarle su santa bendición!

El conde Roldán se ve por tierra al arzobispo,
afuera de su cuerpo ve salir sus entrañas,
debajo de la frente su cerebro gotea;
en medio de su pecho, entre las dos clavículas,
le ha cruzado las manos, tan blancas y tan bellas.
Allí un planto le hace, como se hace en su tierra:
"¡Ay, lozano señor, hombre de buen linaje!
Hoy te encomiendo yo al celestial Glorioso.
No habrá jamás un hombre de servicio más presto.
Después de los apóstoles no hubo mejor profeta
en mantener la fe y en atraer más hombres.
¡Que vuestra noble alma no sufra privaciones!
¡Y que del paraíso esté la puerta abierta!"

(Muerte de Roldán)
Va sintiendo Roldán que su muerte está cerca,
siente por sus oídos que le salen los sesos.
Está pidiendo a Dios que a los Pares acoja
y después por sí mismo el ángel San Gabriel.
El olifante coge para evitar reproches,
coge con la otra mano su espada Durandarte.
No puede avanzar más que un tiro de ballesta
y se va haciendo barbecho en dirección a España.
A un cerro se ha subido, entre dos bellos árboles,
en donde hay cuatro gradas, hechas están de mármol.
Sobre la verde hierba allí se cae de bruces:
ha perdido el sentido, pues su muerte está cerca.

     Anónimo, Cantar de Roldán, Madrid, ed. Cátedra, col. Letras Universales, año 1999, págs. 124-127.              Seleccionado por Luis Francisco Galindo Cano, Segundo de Bachillerato, Curso 2011/2012